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Pedro García CMF (2)

 
 
 
 
FERNAN CABALLERO
 Tercer Seminario Mártir
 El primer grupo del Seminario de Cervera había conseguido ya la palma del martirio cuando, dos días más tarde, vino a sumarse a la fila de los héroes otro Seminario Claretiano más: Fernán Caballero. Ha­bríamos de llamarlo CIUDAD REAL o ZAFRA. Pero ha prevalecido entre nosotros el decir Los Mártires de Fernán Caballero, por haber sido fusilados sus valientes semina­ristas en la estación del ferrocarril de esta última ciudad. En nuestra narración uniremos a la suerte de Ciudad Real el Seminario Menor de Si­güenza, que cuenta con un héroe sin­gular en la persona de su Prefecto. Hay más. Tal como se ha desarrollado el Proceso de Beatificación en Roma, es muy posible que estos Mártires de la Provincia Bética sean los primeros en seguir a los de Barbastro en la gloria de los altares...
 
Bética mártir
La Provincia claretiana de Bética se confeccionó en la Revolución española un martirologio es­pléndido. Si algo hemos de lamentar es que muchas de sus víctimas no han contado con testigos váli­dos para los procesos de beatificación y por este motivo no podrán escalar la gloria de los altares. Su premio en la tierra va a ser un anonimato glorioso, aunque en el Cielo luzcan con orgullo las deslum­brantes vestiduras blancas que extasiaron al autor del Apocalipsis... Concretamente, apenas estallada la contienda, morían en Jaen los cuatro protomártires claretianos de la Revolución, linchados material­mente por milicianos enfurecidos. A la hora de declarar, no se ha encontrado a nadie... En Ma­drid, como gran ciudad, la Revolución se tragaba a sus víctimas sin dejar otra huella a su paso que la certeza de la muerte y algunas noticias escasas.
Pero Bética, como Cataluña, supo ofrendar a Dios el testimonio de su Seminario, es decir, el tesoro más rico que guardaba entre sus cofres. El Seminario Mayor raya a la misma altura martirial que los de Barbastro y Cervera. Y si en el Seminario Menor de Sigüenza no iban a matar los rojos a los niños Postulantes, su Prefecto supo dar la vida con amor y generosidad inigualables por sus tiernas ove­jas.
 
 
SIGUENZA
Antes de llegar al Seminario Mayor Claretiano de Ciudad Real nos vamos a detener, como en un pór­tico, en el Palacio de Infantes de Sigüenza, donde estaba el Seminario Menor de la Provincia Bé­tica. Se­senta niños Postulantes llenaban sus aulas y animaban con su gritería los patios del bello edifi­cio.
 
Sigüenza, enclavada en la Provincia de Guadalajara, iba a tener mucha repercusión en aquellos tres primeros meses de la guerra civil. Había pasado una semana desde el alzamiento del Ejército, y aún no se había definido su suerte. Pero el día 25 de Julio era ya una presa total del dominio rojo. Dada la cercanía de Madrid, su situación era muy estratégica para los dos bandos contendientes, que se la iban a disputar casa por casa en lucha feroz. 
La Iglesia tenía que ser, como en toda la zona roja, víctima de persecución muy cruenta, aunque, como en tantas otras partes, no por culpa de los ciudadanos de Sigüenza sino de elementos venidos de fuera.
Los Claretianos contaban con dos Comunidades en la Ciudad. En el Palacio de Infantes, adosado a la Catedral, residía el Seminario Menor o Postulantado. Además, otra Comunidad de Padres atendía el Seminario Diocesano, sito también junto a la espléndida Catedral, y comunicado interiormente con el Palacio del Señor Obispo. El Prelado, Monseñor Eustaquio Nieto, y cuatro de los Claretianos del Se­minario de la Diócesis, morirían también mártires en la contienda.
 
El Padre José María Ruiz
Al frente de los niños Postulantes fungía como Prefecto, con sus veintinueve años de edad, el Padre José María Ruiz Cano. De presencia fina, elegante casi, algo delicado de salud, dotado de sentimientos exquisitos, con piedad y fervor muy acendrados, estaba hecho a la medida para el cargo de formador de los niños, con los cuales derrochaba un amor de madre. Con el martirio que le espera va a quedar para siempre consagrada su figura como lo más bello que la Congregación Claretiana ofrendó a Dios.
El día 25 amaneció esplendoroso y feliz. Lo niños celebraban gozosos la fiesta de Santiago, Patrón de España, pero el recreo del mediodía se vio de repente turbado con una advertencia grave del Padre Prefecto, que reunía a los sesenta niños en la capilla. Reza el Padre postrado ante el Sagrario, y, vuelto a los Postu­lantes, les dice:
- Hijos míos, ha llegado uno de los momentos más trágicos de mi vida.
Hechos todos un mar de lágrimas, les salen espontáneas las jaculatorias de siempre, pero cargadas ahora de dramatismo:
- ¡Señor! ¡Madre mía! ¡Jesús Sacramentado!...
El Padre, traicionado por las lágrimas de sus ojos, quiere tranquilizarlos:
- No, nada especial. Pero, ante lo que pudiera suceder, he de comunicarles con pena que el Co­legio queda disuelto durante algunos días. No lloren. Los Superiores han acordado esto por precau­ción. Nos vamos a distribuir por grupos entre familias de los pueblos vecinos. Un Padre se encargará de cada grupo. Obedézcanle en todo como a mí mismo.
Al buen Padre se le prensa el corazón. Mira las almas de aquellos niños hasta ahora tan inocentes, pero que se van a ver expuestos a los mayores riesgos, y continúa:
- No dejen los actos de piedad: Santa Misa, Lectura espiritual, Rosario, Visita al Señor Sacramen­tado. Pero, sobre todo, fomenten el santo temor de Dios. Dios está en todas partes, y hemos de prefe­rir dar nuestra sangre antes que manchar nuestra alma con el pecado. A lo mejor tiene Dios decre­tado que no nos veamos más en este mundo. Antes de separarnos, vamos a rezar tres avemarías a nuestra Santísima Madre.
Las rezan entre lágrimas y con un fervor nunca antes sentido. Al final, el Padre suelta todo el cho­rro de su emoción:
- ¡Oh Señora mía, oh Madre mía! Acordaos que soy todo vuestro. ¡Conservadme y defendedme como cosa y posesión vuestra! Sí, Madre mía, sí; acordaos que somos vuestros hijos predilectos. Prote­gednos y hacednos ver una vez más el amor que siempre has mostrado a tu Congregación. No permi­táis que hagan nada a estos inocentes.
Todos los detalles de estas escenas están contados con sencillez, y con una autenticidad fuera de toda discusión, en los apuntes de los niños. Ahora el Padre hace la ofrenda más generosa y emocio­nante, dirigiéndose a Dios por la Virgen, conforme a estas palabras que constan en el Proceso:
- Madre mía, salvad a mis hijos, que Vos me habéis dado. Y si es necesario una víctima, aquí me tenéis a mí; pero salvad a estos mis hijos que son inocentes, que no han hecho mal a nadie,
La emoción era inmensa y las lágrimas de todos no cesaban de correr. El Padre restó importancia a todo, diciendo con humildad:
- No hagan caso de mí; que para estas cosas soy muy niño.
Salen de la capilla. Se forman los grupos, bajo la dirección de otros tantos Padres. Al Her­mano que le ha entregado el traje de seglar y que le despide con un ¡Hasta pronto!, le dice conven­cido el Padre José María: ¡Hasta el Cielo!...
Se desparraman todos por pueblecitos de los alrededores, y en sus casas campesinas, humildes pero generosas, son acogidos con amor y atendidos con esmero. Los doce niños más pequeños ―pónganles los once o doce años― han sido distribuidos entre familias cristianas de Sigüenza.
 
La separación final
Dos días de inquietudes, de riesgos, de zozobras. El Padre José María salió de la casa el último de todos, acompañado sólo por el Padre Carrillo de Albornoz y dos de los niños. Uno de éstos cuenta con ingenuidad en sus notas lo que decía el Padre:
- Vamos aprisa, pues me estarán aguardando impacientes. ¡Qué pena me causa ver el Colegio di­vidido y fuera de casa sin rumbo cierto! Pero hay que confiar en el Sagrado Corazón, y El nos sal­vará, aunque los hombres están como poseídos del demonio y son capaces de hacer cualquier atro­pello. Pero nosotros roguemos por ellos, pues ésta es la misión que nosotros tenemos: salvar almas, y cuanto más nos persigan, más tenemos que rogar por ellos.
El Padre se ha dirigido al chico, que escribió después estas lineas.
- ¿Qué tal, Sánchez, vas muy asustado?
- No, Padre, no.
Y sigue con candor:
- Le respondí que no, pero era que sí.
- ¿Y te asustarías si te dijesen que qué querrías mejor, morir o negar a Dios?
- Morir.
- Así me gusta, ser fuertes y estar prevenidos hasta el trance de la muerte o martirio.
Sigue el muchachito:
- Y me abrazó en nombre de todos los postulantes, diciendo: Ya que no puedo abrazar a todos, te doy a ti el abrazo general.
Encantador todo, en medio de la tragedia de la hora. No vamos a detenernos en los percances de estos dos días. Los Curas Párrocos de Guijosa y Palazuelos se portaron magníficamente con los fugiti­vos. Pero al mediodía del 26, pasado el almuerzo, se dispersaron definitivamente los grupos. El Padre José María les dirigió los últimos consejos, los bendijo a todos y se despidió de cada uno al pie de la escalera con un fuerte y emotivo apretón de manos. Los doce niños mayores, muchachitos ya de ca­torce y quince años, bajo la guía del Padre Gonçalves, después de muchas peripecias llegaron sanos y salvos a la zona nacional, pues los límites de los frentes de guerra no estaban aún bien delimitados. Los más jovencitos, treinta y cinco en total, se quedaron con el Padre José María, a quien los rojos es­taban ya buscando y siguiendo los pasos...
¿Por qué no se marchó también el Padre José María, a pesar de las muchas instancias de sus otros compañeros los Padres Robles y los dos hermanos Fernando y Eduardo Carrillo de Albornoz? Los abundantes escritos de los niños no dejan lugar a dudas. Al no poder seguir a los mayores, los más pequeños manifestaron su miedo de quedarse solos, y el Padre José María, con un sentido de respon­sabilidad a toda prueba, se quedó también con ellos, dispuesto a todo, según se lee en el Proceso:
- Yo no puedo abandonar a los niños. Prefiero morir. Es muy grande mi responsabilidad.
 
El final más glorioso
Efectivamente, el lunes 27 aún celebró el Padre la Misa en la iglesia parroquial de Guijosa. Y al mediodía, cuando se disponía con el Cura Párroco a sentarse a la mesa, llegan varios autos con mili­cianos, que cercan la casa apuntando con los fusiles en todas las direcciones. El Padre José María y el Párroco se dieron mutuamente la absolución. El Padre se pre­senta con uno de los niños que tenía consigo:
- ¿Se puede? Es un niño.
- Sí; se puede.
Pero en la puerta estaba apostado un Judas que conocía bien al que buscaban:
- ¡Ese es el Padre!
Los milicianos se dispersaron por las casas para reunir en torno a la iglesia a nuestros niños. Con ellos se congregaron también las mujeres del pueblo, mientras los hombres estaban en las tareas del campo. Viendo el Padre la que se le venía encima, ante toda la gente extendió los brazos en cruz, y exclamó emocionado:
- ¡Virgen del Carmen, yo te ofrezco mi vida por la salvación de España! Por ella muero contento.
La invocación del Carmen le era al Padre muy familiar. Y, dicha con todo el fervor en momentos tan solemnes, se oyó el comentario de una pobre miliciana roja;
- ¡Tan joven, y ya quiere morir!...
Mientras unos fusiles mantenían quieto al público, los demás milicianos se dieron al saqueo más repugnante y sacrílego de la iglesia. Destrozadas las imágenes, se tiran dos de las cabezas como ju­gando a los bolos, mientras uno comenta:
- ¡A quién se le ocurre rezar y adorar estos trozos de madera, que yo puedo romper cuando quiero!...
Ahora sacan una imagen del Niño Jesús y se la entregan despectivos al Padre José María:
- ¡Toma, para que mueras bailando con él!...
El Padre, inocente y devotísimo, acoge la imagen bendita como una caricia del Cielo, y la besa con devoción ante todos... Era el primer beso de los miles y miles que recibiría después. Lanzada por los rojos a un lodazal, manos buenas se encargaron de recogerla, y, pasada la revolución, se convirtió en objeto de devoción especialísima entre aquellas gentes sencillas.
Los revolucionarios se proponen lo peor: pervertir a los pequeños. Gritar ¡Viva el comunismo!, le­vantar el puño con el saludo del partido... El Padre interviene con algunas palabras, y le paran en seco:
- Tú, a callar. Aquí no tienes que decir nada.
Y mientras meten al Padre en el auto a empujones, dan la orden de partida.
- ¡Adiós, hijos míos!
- ¡Adiós, adiós!
- ¿Qué adiós ni qué?... No hay Dios que valga. Se dice ¡Salud, camarada!, y basta...
Arrancan los vehículos carretera a Sigüenza. Pronto se paran ante el Otero. Unos disparos..., y todo se habrá acabado. Un testigo declara en el proceso:
- Cuando el coche en que yo iba llegó al monte Otero, vi al Padre que con los brazos en cruz se dirigía hacia el monte. Entonces, un grupo de unos catorce milicianos y alguna miliciana hicieron una descarga cerrada y el Padre cayó boca abajo con los brazos en cruz. Yo me acerqué a verlo, y vi que tenía todo el cráneo destrozado. Por haberme acercado a verlo, estuve a punto de ser fusilado.
Uno de los milicianos les hará después a sus camaradas esta confesión despectiva, mientras veía ju­gar a los niños en el patio del Colegio:
- Como el Cura que estaba con estos chicos, que a pesar de lo que le hacíamos, y sabiendo que le llevábamos a matar, aun decía que nos perdonaba.
Los niños Postulantes se estremecen al quedarse solos. Pero los revolucionarios los tranquilizan:
- No tengáis miedo. La vais a pasar mejor que no con esos Curas malos...
Los montan a todos en un camión, y emprenden la vuelta a la Ciudad por la misma carretera que se han llevado a su querido Prefecto. Al llegar al Otero, ven tendido el cadáver bañado en sangre, cara a la carretera, y lo reconocen:
- ¡El Padre!...
Los rojos no iban a matar a aquellos niños... Los retuvieron en el mismo edificio del Palacio de los Infantes, donde se salvaron hasta que fue liberada Sigüenza por las tropas nacionales.
 
 
 
FERNAN CABALLERO
Zafra, Ciudad Real, Fernán Caballero son los tres escenarios en que se desarrolló el drama del Ter­cer Seminario Mártir. Nuestros Estudiantes Teólogos, en odisea impresionante, salieron de Zafra, se establecie­ron en Ciudad Real y culminaron en Fernán Caballero su pasión gloriosa, iniciada varios meses antes del estallido de la Revolución en el mes de Julio.
 
Zafra
Ciudad enclavada en la Provincia extremeña de Badajoz. El nombre de Zafra suena con legítimo orgullo en la Congregación claretiana. Por su Colegio Seminario han desfilado varias generaciones de jóvenes estudiantes, con prestigiosos profesores y con formadores excelentes al frente, que hicieron de su Teologado un plantel frondoso de Misioneros eximios. De él salieron los Mártires que ocupan esta historia, aunque su sacrificio se consumara muy lejos de sus muros...
La terrible pesadilla para el Seminario Claretiano comenzó apenas acabadas las elecciones de Fe­brero, ganadas en la Ciudad por las derechas, pero desbaratadas pronto por las izquierdas que se ha­bían adueñado de toda la Provincia de Badajoz.
Para finales de Abril se había hecho ya inaguantable la situación. Los sesenta y seis individuos que formaban la Comunidad corrían serio peligro en sus vidas y el Padre Provincial daba la orden de abandonar la casa y marchar de la ciudad. Todos los desmanes que se preparaban para la fiesta revo­lucionaria del primero de Mayo se ensayaban expresamente por las turbas delante del Colegio Semi­nario: himnos, mueras, pedradas... El día del desfile todo iba con orden, hasta que llegó el grupo za­guero, que se revolucionó, y el Padre Superior no tuvo más remedio que acudir a la autoridad del Al­calde y el Alcalde a la de Gobernador... Se desalojó el edificio, que quedó bajo la custodia de la Mu­nicipalidad.
 
Ciudad Real
Para el día 4 de Mayo estaban todos los Seminaristas Teólogos en Ciudad Real, su nuevo destino, haciendo la vida normal de los estudios. La Capital manchega se ofrecía como un remanso de paz para los cuarenta y siete miembros que componían la Comunidad: ocho Sacerdotes, treinta Estudian­tes y nueve Hermanos Misioneros. De estos cuarenta y siete, veintisiete van a dar gloriosamente la vida por Jesucristo. Once de ellos, aventados por las cir­cunstancias, morirán aisladamente por varios luga­res, especialmente en Madrid, y en un anonimato doloroso. Pero los de Fernán Caballero llenarán de gloria los anales de la Provincia Claretiana de Bé­tica. Y los quince compañeros que se salvaron escri­bieron después muchas páginas brillantes de servicios a la Iglesia con su vida misionera.
Empezaron por ofrecer a Dios unos sacrificios hasta entonces nunca probados. La casa no estaba preparada para recibir a los treinta o cuarenta huéspedes llegados de improviso. Faltaban muebles, ropa y muchas cosas más. El bueno del Señor Obispo puso a su disposición las camas y ropa de la Casa de Ejercicios. Los nuestros quisieron traer de Zafra lo que se pudiera, pero los asaltantes se ha­bían encargado de despojarla de todo lo útil...
Sin embargo, aquellos valientes muchachos, formados en austeridad, reemprendieron con seriedad notable los estudios, sin dispensarse ninguna obligación de la vida religiosa en medio de tanta renun­cia, y las calificaciones que obtuvieron al final del curso resultaron brillantes. Encerrados en aquel ca­serón enclavado dentro de la Ciudad, no podían salir para nada, por el ambiente prerrevolucionario que se respiraba. Las vacaciones estivales se presentaron duras, y más con el calor tan subido en las tierras de la Mancha. Sin embargo, había paz y alegría, como dice en cartas a los suyos un futuro mártir, el Estudiante colombiano Jesús Aníbal Gómez: No tenemos huerta, y para el baño nos las arreglamos de cualquier modo... De paseo no hemos salido ni una sola vez desde que llegamos: de hecho guardamos clausura estrictamente papal; así nos lo exigen las circunstancias. Por lo dicho puede ver que no estamos en Jauja y que algo tenemos que ofrecer al Señor. Y era cierto, pues esta­ban, sigue el muchacho, como des­canso a nuestro esfuerzo, saboreando la alegría que Dios regala a los perseguidos por su nombre...
 
Preparando la desbandada...
Estallada la Revolución el 18 de Julio, en Ciudad Real seguían las cosas con relativa normalidad. Pero el día 23 el Padre Provincial ordenó la dispersión prevista. Se organizó para el día siguiente, aun­que... se llegaría tarde. Los que pudieran marcharían a sus familias, los extranjeros a sus consulados, y los más se desplazarían a Madrid, donde ya se habían dispuesto las pensiones más seguras.
Por la noche de aquel jueves se tuvo Hora Santa especial, que recuerda tanto la de tres días antes en la Comunidad de Barbastro y la del día siguiente en el Mas Claret de Cervera. Los tres Seminarios iguales... Aquí cantaron los jóvenes el Quédate con nosotros de Iruarrízaga: No te vayas, Señor, que anochece, y se apaga la fe; que las sombras avanzan, Dios mío, y el mundo no ve...
Al mediodía del 24, mientras estaban todos en la mesa, se presentan unos quince hombres armados exigiendo el abandono de la casa. El Padre Superior exige la orden por escrito del Gobernador, con el que se pone en comunicación telefónica. No se saca nada en claro de aquella autoridad... O es un cómplice de los asaltantes, o un indeciso, o un cobarde. Viene a la mente sin más el Coronel Villalba de Barbastro...
El Padre Superior ordena la desbandada prevista, pero se adelanta la chusma. No son precisamente elementos de la Ciudad, sino mineros, ferroviarios y campesinos llegados de fuera...
 
Prisioneros en la propia casa
La escena se va a parecer mucho a la que se desarrolló en Barbastro. Parecen calcadas la una en la otra. Los asaltantes no sabían que había tanta gente dentro. Contaban con seis o siete, y se encuentran con un grupo tan numeroso. Aquí empezaron las discusiones.
- ¿Qué hacemos con tantos?...
- ¡Se les pegan cuatro tiros y aquí no ha pasao na!...
- ¡A quemarlos! ¡Que traigan un bidón de gasolina! ¡Al río con ellos!...
Todo, acariciando sus pistolas, y ¡con qué caras, con qué ademanes, con qué palabras!, escribirá después el Padre Superior.
Dos horas y más duró la escena cruel. El buen muchacho Jesús Aníbal Gómez aprovecha un mo­mento para exponer su condición de extranjero y pedir se le comunique con el Consulado co­lom­biano de Sevilla.
- ¿De modo que tú eres colombiano? Pues, te vamos a llevar a Italia con los fascistas. Y, oye: ¿de tan lejos te has venido para hacerte cura?
- Sí, señor; y a mucha honra.
De poco le iba a valer su condición. Lo matarían a pesar de ser extranjero y lo matarían por ser cura...
Al fin, hacia las cuatro, se presentó un delegado del Gobernador, que inspeccionó todas las depen­dencias. Finalizada la inspección, les comunica que todos quedaban detenidos y presos en la propia casa. ¿Razones?... Vea el lector si le convencen las que dio al Padre Superior:
- Peligrosidad por ambas partes. Por parte de ustedes, porque sus vidas no están seguras en la calle. Por parte nuestra, porque si no tomamos esta medida, nosotros corremos el mismo riesgo.
Antes de convertir la casa en prisión, aquella autoridad tan responsable hizo el cacheo imprescin­dible de los detenidos y el registro de todas las existencias, y así se les quitaron las armas más peligro­sas de que disponían y que iban todas a parar en un saco: navajas, tijeras, medallas, rosarios, maquini­llas de afeitar..., aunque las maquinillas se las devolvieron por mandato del jefe de turno, que por lo visto quería que sus encomendados lucieran elegantes...
Se les distribuyó de dos en dos por todos los cuartos. Uno dormía en la cama, otro en el suelo so­bre un colchón y siempre con la puerta abierta. Las órdenes eran tajantes:
- Al primero que asome la cabeza, le va un tiro.
No podían salir para nada sin previo permiso, que, para no asomarse a la puerta, habían de pedir a gritos... Como el calor era tan sofocante y estaban todos deshidratados, al fin consintieron los milicia­nos que dos de los detenidos pasaran el botijo de agua de cuarto en cuarto. A sus horas bajaban al comedor, en filas y custodiados por los milicianos.
Menos mal que El Camisón, cabo de guardia el día 25, tuvo una corazonada. En la fiesta de San­tiago, Patrón de España, les permitió salir de sus escondrijos, reunirse en la capilla para una Misa, y pasar después casi toda la mañana reunidos en el patio jardín bajo la mirada atenta de sus guardia­nes.
Sólo que al volver todos de nuevo a sus cuartos se encontraron destrozados por tierra todos los objetos religiosos: crucifijos, cuadros, imágenes..., sustituidos por hoces y martillos, eslogans revolucio­narios, carteles de curas colgados, caricaturas indecentes...
Y por la tarde había un programa especial: los milicianos trajeron a sus parientes, amigas o novias para que contemplaran el espectáculo de los curas en sus cuartos, mientras que por los pasillos desfi­laban muchachas desvergonzadas vistiendo ornamentos sagrados o cubiertas con bonetes de clérigo...
Así los tres días. Por las noches disparaban intencionalmente en los techos para aterrorizar a los presos. El domingo 26 fue especialmente duro. Los despertaron en medio de un ruido infernal y les obligaron a vestirse a plena luz. Después, a trabajar duro en la huerta y cocina. Y por la tarde, una anécdota trágico-cómica. El jefe de guardia, sin saber la requisa del día anterior, abre el saco donde habían metido todo y, al ver bastantes navajas de afeitar, telefonea al centro revolucionario que envíen refuerzos porque los presos preparaban un complot... Los milicianos no esperaron nueva orden. Se lanzan a la calle armados de escopetas, pistolas, hachas, palos..., gritando furiosos:
- ¡A matarlos! ¡A matarlos!...
El jefe ―el simpático Camisón― se da cuenta de su error. Fusil en mano, les hace frente con valen­tía, y, más que todo, con su ascendiente sobre ellos logra dispersarlos. De lo contrario, allí se hu­biera consumado la tragedia.
Por otra parte, hay que hacer justicia a los milicianos de la Ciudad. Todo lo anterior lo realizaban los forasteros, avezados a la revolución y al crimen, ante las protestas o el silencio impotente de los otros. Los de la Ciudad permitieron y hasta ayudaron a los presos a mandar telegramas y a organizar la dispersión. Y así fue. El día 28 se acabó con aquella situación de desespero.
 
 
Fernán Caballero
El Padre Superior logró ponerse en contacto con el Gobernador. En la oficina del Gobierno Civil se oía un griterío y había un desorden infernales. Nadie se entendía. Pero al fin dieron la razón al Pa­dre Superior, que acompañado de dos amigos, uno de ellos abogado, y de Don Eutiquiano Peinador, papá de tres Misioneros, que había venido a buscar a su hijo el Padre Máximo, logró se le extendieran los anhelados salvoconductos para ir todos a Madrid o adonde les conviniera.
¡Aquellos salvoconductos!... Aún no se ha desvelado por completo el misterio. Aparte del sello del Gobernador, debían llevar el de seis organizaciones revolucionarias. El texto era diáfano: Gobierno Civil de la provincia de Ciudad Real. Negociado 3. Por la presente se acredita que su portador es X.X., que con autorización de este Gobierno y del Comité de Defensa Provincial sale de Ciudad Real. Por lo cual, rogamos a las autoridades, milicias y pueblo en general, no le estorben y le den facili­dades en su viaje. Ciudad Real, 28 de Julio de 1936. - El Gobernador Civil, Germán Vidal.
Todo muy bien. Todo precioso. Todo seguridad... Sólo que ―parece, parece...― dispusieron los se­llos de manera que resultaban una contraseña fatídica. De hecho, a pocos kilómetros de la Ciudad, y en las mismas narices de la Autoridad, como quien dice, no sirvieron sino para que sus portadores ca­yeran en la trampa...
Se organizaron los grupos. En el primero, además del Padre Máximo acompañado de su papá Don Eutiquiano, irían estos catorce Estudiantes: Tomás Cordero, Claudio López, Angel López, Primitivo Berrocoso, Gabriel Barriopedro, Antonio Lasa, Vicente Robles, Melecio Pardo, Antonio María Orrego, Otilio del Amo, Cándido Catalán, Angel Pérez, Abelardo García y Jesús Aníbal Gómez.
Abrazos emotivos. Promesas de oración. Y un confiado ¡Hasta pronto!... Un miliciano, buen cora­zón con los expedicionarios, pero mala entraña con aquel personaje misterioso de Roma..., los des­pide medio festivo:
- Nosotros, lo que deseamos es verlos pronto en brazos de sus madres; pero si en lugar de ustedes cogemos aquí al hombre del vestido blanco, a ése sí que no le soltamos. ¡El canalla ése, que ha le­vantado esa prensa contra el obrero!...
Subidos a los taxis, marcharon todos hacia la estación del ferrocarril, custodiados por milicianos. Era media tarde, y el sol de Julio caía feroz sobre los campos manchegos. Los expedicionarios se dis­tribu­yen para subir a los vagones. Pero, reconocidos por los muchos curiosos que en aquellos prime­ros días de la revolución se agolpaban en las estaciones de trenes y autobuses, comienza en seguida el tu­multo ensordecedor:
- ¡Curas! ¡Frailes! ¡No los dejéis subir! ¡A matarlos! ¡Son curas! ¡Éstos no llegan a Madrid!...
Los treinta o cuarenta milicianos reúnen a los pobres muchachos en una sala de la estación y los guardan allí hasta que llegue el tren, que se presenta a las cuatro y cuarto. En este tren venía un gran contingente de milicianos llamados a filas y que se dirigían a Madrid. Enterados sobre el asunto de nuestros Seminaristas, impiden que suban porque los quieren matar allí mismo. Ahora se entabla una discusión acalorada entre socialistas de Ciudad Real y los milicianos comunistas. Los primeros quie­ren llevar a los muchachos hasta Madrid para que deter­mine la Dirección General de Seguridad. Los otros se empeñan en liquidarlos allí mismo. En la fu­riosa discusión interviene una miliciana repulsiva, que besa cariñosameente a uno de los revoluciona­rio a la vez que pide a todos:
- ¡A matarlos! ¡Hay que matarlos!...
Al fin, los suben después en el mismo vagón de atrás, y, para que vayan todos juntos, desalojan de sus puestos a varias personas. ¿Con qué intención?... En el camino les exigen:
- ¡Señores, la documentación!
Presentan el salvoconducto misterioso...
Recuentan los salvoconductos y notan que falta uno, pues saben muy bien que son quince los ex­pedicionarios. Don Eutiquiano ha sido listo, ha tomado consigo a su hijo el Padre Máximo y ha su­bido en un coche de primera clase, donde pasa totalmente desapercibido. Registran meticulosamente por entre los pasajeros y no aparece el que buscan... Al llegar a la próxima estación de Fernán Caba­llero, dos milicianos se adelantan al maquinista y le ordenan no poner en marcha el tren hasta nuevo aviso. Entonces hacen bajar a los catorce muchachos:
- Ya habéis llegado al término de vuestro viaje.
- Pero..., nosotros vamos a Madrid.
- ¡Abajo, y basta!...
Nuestros jóvenes, viendo que había llegado el momento supremo, se dicen:
- Puesto que hemos de morir, ¡muramos por Dios!
Los colocan entre la segunda y la tercera vía, mientras los milicianos se quedan a diez metros en la vía primera, apuntando con los fusiles:
- ¡Todos juntos, y levanten los brazos!
Los viajeros del tren, obligados por los milicianos, hubieron de asomar sus cabezas por las ventani­llas llenos de terror, a pesar de las protestas airadas de algunos, sobre todo mujeres. El forcejeo entre pasajeros y milicianos rojos estuvo a punto de desatar escenas violentas...
Los jóvenes Seminaristas Claretianos, serenos, lanzan al aire repetidamente la consabida aclama­ción:
- ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva el Corazón de María!...
La nutrida descarga no logra matar a algunos, que, heridos solamente, se arrastran hacia los vago­nes para agarrarse a sus plataformas. Pero los milicianos van dando a cada uno el tiro de gracia, a la mayoría de ellos me­tiéndoles la bala por los ojos...
El Padre Máximo Peinador, profesor de los Seminaristas ―prestigioso escriturista y que llegará a ser después Provincial de Bética y Subdirector General de la Congregación―, contempla todo desde el tren parado en la esta­ción, y será un testigo excepcional del todo.
Los milicianos alardean ahora de su odio, su salvajismo y su incultura, cuando van gritando por las calles:
- ¡Yo he descargado dieciocho peines!... Yo les convido a carne fresca. El que quiera, que vaya a la estación, que allí hay catorce curas por el suelo...
Enterado el Gobernador, ocultó su cobardía y doble juego:
- ¡Yo no puedo gobernar un país de asesinos!...
Pero aún no había acabado la tragedia. Uno de entre las víctimas no estaba muerto, y nadie se ex­plica lo que ocurrió. El joven Cándido Catalán, revuelto en su propia sangre y cuando ya se han mar­chado los asesinos, logra arrastrarse hasta el vestíbulo de la estación. Recelaba de todos, mientras pedía algo de agua para su ardorosísima sed. La esposa y la hija del Jefe de la Estación le atienden con todo cariño. Le limpian las heridas del cuerpo acribillado a balazos, y logran que la Guardia Civil se dis­ponga a llevarlo en una ambulancia a Ciudad Real. Los de la Benemérita reúnen a todos los sospe­chosos y se los presentan al moribundo a ver si reconoce a alguno de ellos como asesino. El mucha­cho los mira buenamente y niega con la cabeza. Le preguntan si es que no habían sacado los billetes para viajar, y aún tiene fuerzas para responder:
- Nos dieron el dinero en casa y lo entregamos a los milicianos en la estación, pero no nos dieron los billetes.
Lo montan en la ambulancia, pero no llega vivo a la Ciudad. Desde el coche, su alma bella em­prendía el vuelo hacia las alturas...
Los cadáveres de los trece compañeros, tapados con lonas, permanecieron en el suelo hasta el día siguiente, cuando buenas mujeres de Fernán Caballero prestaron sábanas para envolverlos dignamente y ser enterrados en el cementerio.
Faltaba el último acto del drama, que no se consumaría hasta el 2 de Octubre.
 
El Hermano Felipe González de Heredia no iba en ninguna expedición a Madrid, porque tenía un hermano en Ciudad Real y se quedó hospedado en su casa. Doloroso cuanto queramos, pero la cu­ñada no lo admitía y se quiso desentender de él. A pesar de los malos tratos que le dispensaba, Felipe no se iba, pues salir era dirigirse por su propio pie a la muerte. La cuñada, sin aguantarlo más, lo de­nuncia repetidamente a los revolucionarios, que le dicen al fin:
- Bueno, ya que tienes tanto interés, iremos a buscarlo.
Era el 30 de Septiembre. Hasta el día 2 de Octubre lo detienen en la checa instalada en el Semina­rio, cuando el miliciano Agustín Vacas ―¡que llevaba encima de setenta a noventa asesinatos!―, acompa­ñado de otros dos camaradas y dos muchachas, lo cargan en un coche que se dirige hacia la misma Fernán Caballero. El traslado resulta cruel, pues someten a su víctima a pesadas torturas físicas y mora­les, por parte sobre todo de la descocada Eusebia Burgos Gavilán, miliciana de sólo dieciséis años, ¡y vaya gavilán que debía ser!... Le enseñan al Hermano la navaja y le pin­chan con ella mientras le van diciendo:
- Tú no eres cura, tú eres un fariseo. Y así, a navajazos, te vamos a matar. Con estos perros no hay que gastar pólvora...
Llegados al control de Fernán Caballero, responden los asesinos cuando les piden la documenta­ción:
- Nada. Venimos sólo a dejar a este criminal.
Este criminal, dice en el Proceso el sacerdote Pablo Martín, que lo vio allí dentro del auto, estaba colocado en medio de las dos milicianas, que empuñando unas navajas herían los muslos de la víc­tima, teñido de la sangre quemanaba de las heridas. Iba resignado, con las manos juntas y los ojos bajos mirando al suelo.
Momentos después, dejaban junto a la puerta del cementerio a aquel humilde religioso, que, como atestigua un buen campesino que contemplaba la escena desde la huerta contigua, gritó con los brazos en cruz, antes de recibir la descarga:
- ¡Viva Cristo Rey y el Corazón de María!
Eusebia, la gavilán, se encarga de descerrajarle el tiro de gracia, mientras le dice:
- Anda, y que te vaya bien por tu Cielo...
La soez miliciana decía más de lo que sabía. No dudamos de que a nuestros hermanos Mártires de Bética les está yendo muy bien allá arriba...
 
 
 
 
 

 
LAS OTRAS COMUNIDADES
 
Los Seminarios Claretianos de España rindieron en la Revolución de 1936 una gran contri­bución de sangre. Pero otras Comunidades ofrendaron también muchas vidas a Dios, vidas de Padres y Hermanos Mi­sioneros meritísimos, dignos de una reseña bien detallada de su pasión. Sin embargo, esta parte va a ser muy concisa en comparación de la precedente sobre los Tres Seminarios Mártires de Barbastro, Cervera y Fernán Caballero. Así y todo, el lector podrá dis­frutar de unas páginas que, en medio de su brevedad, le trae­rán testimonios admirables de fi­delidad a Jesucristo. Son de hermanos nuestros, hijos de la Iglesia, que nos dignifican a todos...
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LERIDA
 
 Capital de la Provincia catalana del mismo nombre ―hoy llamada Lleida―, Lérida dista, en re­dondo, unos cin­cuenta kilómetros de Cervera y unos sesenta de Barbastro. Estallado el conflicto, la Ciu­dad se con­virtió en escenario de las mayores atrocidades revolucionarias. De los once miembros que constituían nues­tra Comunidad Claretiana, ocho Sacerdotes y tres Hermanos Misioneros, nueve de ellos estarán inscritos en el catálogo de los Mártires.
 
El saqueo de la Casa y de la Iglesia de San Pablo, en la calle de la Palma, muy cerca de la Cate­dral, no se va a diferenciar en nada de los tantísimos que llevó a cabo la desatada Revolución. El 21 de Julio por la mañana se hubieron de precipitar o suspender las Misas y los ocho Padres se pasaron a la casa de una buena señora viuda que se la había puesto a su disposición. El Hermano Garriga, sor­prendido en la calle antes de alcanzar la puerta, era llevado directamente a la cárcel, y los otros dos Hermanos se van a escapar poco menos que de milagro y después de mil peripecias. 
Los rojos, que sabían lo del improvisado refugio, se metieron bruscamente en aquella casa de va­rios pisos. Los Padres, vestidos ya todos de seglar, acababan de desarrollar una escena emocionante. Arrodillados los siete Padres ante el Superior, Federico Codina, ofrecieron su vida a Dios por la salva­ción de España, y, recibida la absolución general y la bendición del Padre, todos se dispusieron a en­tregarse a los rojos asaltantes, que ya subían desaforadamente por las escaleras y tenían vigilados todos los puestos de huida.
Capturados los Padres, son divididos en dos grupos. Seis, a la cárcel directamente. Los Padres Co­dina y Busquet, a declarar en el Comité Revolucionario, instalado en la Gobernación. ¿Qué vamos a hacer con este viejo, y encima ciego?..., se dijeron al ver al Padre Busquet. Y lo dejaron volverse libre a la casa donde habían sido capturados. Aunque, al final, pararían matándolo también...
 
El Padre Federico Codina, prestada su declaración, sale a la Calle Mayor custodiado por un pelo­tón de milicianos, que le mandan caminar delante, y por su propio pie, hacia la cárcel. De pronto, la voz de alguien:
- ¡Es el Padre Superior de los Misioneros!...
Pasada la Revolución, un día se presentará en la Casa restaurada de los Padres una señora llorosa. Pregunta por el Padre Superior, que le escucha estupefacto y conmovido:
- Padre, vengo a pedirle perdón por mi hijo. ¡Fue él, antiguo monaguillo de esta Iglesia, quien formaba en el grupo de los milicianos que asesinaron en plena calle al Padre Codina!
El lector comprende el valor de aquellas lágrimas de una madre y la emoción del Padre Superior, que no denunciaría a nadie, no exigiría justicia contra el que ya estaba en la cárcel, y otorgaría en nombre de la Congregación el perdón más generoso...
Los milicianos tuvieron bastante con aquella voz traidora. Forman un buen grupo, al que se suman mujerotas de la calle y del nuevo régimen, que gritan desaforadas:
- ¡Matadlo, matadlo, que es un cura!...
Retiran a la gente de alrededor, y descargan todos sus fusiles sobre el Padre, que cae tendido en la Plaza de la Paheria, lo más céntrico de la Ciudad, que da a la Calle Mayor, cuando ésta hervía de gente a las once de la mañana.
El Padre Codina, culto, distinguido, amable, era la primera flor de martirio de la Provincia clare­tiana de Cataluña en la Revolución del 36. Le van a seguir doscientos hermanos más...
 
La cárcel de Lérida se va a hacer famosa. En aquellos primeros días ascendían ya a unos 650 los de­tenidos, y no son para describir las torturas a que se vieron sometidos tantos héroes de la fe y tantos patriotas de aquel rincón glorioso de Cataluña. Los testimonios son abundantes y conmovedores. Pri­vaciones sin número en comida, descanso..., y torturas para divertirse los guardianes rojos, que, a ba­yoneta calada, perseguían a los presos por los corredores y escaleras punzándoles las nalgas y las es­paldas... En medio de tanto dolor, una paz y un ambiente de oración más que de catacumbas. Rosa­rios, Viacrucis, Trisagio..., todas las devociones cristianas se practicaban con la regularidad de un convento, estimuladas y dirigidas por tantos sacerdotes y religiosos, a la cabeza de los cuales se ha­llaba su santo Obispo, el famoso Padre oratoriano Salvio Huix.
Aquí se encuentran ya los siete Claretianos, Padres Agustín Lloses, Arturo Tamarit, Manuel Torres, Miguel Baixeras, Luis Albi y Javier Morell, con los Hermanos Juan Garriga y Angel Dolcet, capturado éste último cuando venía de Vic camino de su familia. El Padre Albi, en plena calle, ha sido agredido por un carbonero que le ha herido gravemente con un clavo en el vientre, de manera que se va a pasar cuatro semanas en la enfermería del mismo penal. El 21 de Agosto traerán también al Padre Juan Busquet, el anciano y casi ciego que de momento habían dejado en libertad.
Los tres primeros mártires Claretianos van a caer muy pronto. El día 24 están en Lérida los fora­jidos milicianos de la columna de Durruti, a los que ya conocemos por la historia de Barbastro. Han fusilado a 24 militares de la Guarnición y parece que la experiencia les ha gustado a los criminales... A las 4’30 de la mañana del 25 asaltan de nuevo la cárcel para asesinar a un montón. Llegan a una de las salas, en la que duermen amontonados treinta y dos detenidos, y los quieren sacar a todos. Pero el jefe, aterrado quizá por la enormidad del crimen o con una chispa de bondad en el corazón, ex­clama en la puerta:
- ¡Pobres, me dan compasión todos!
Uno de los asaltantes le exige:
- Pues, escoge al menos algunos.
Y la suerte les cae al muchacho Rafael Ruiz y a los tres sacerdotes claretianos Padres Manuel To­rres, Miguel Baixeras y Arturo Tamarit, a los que previamente les han preguntado si eran sacerdotes... Baixeras, hermano de uno de los Mártires de Barbastro; Tamarit, hermano del joven Remigio, uno de aquellos dos jóvenes Seminaristas de Cervera, que escribieron tan serenos a la familia, como vimos anteriormente... Miguel y Arturo se adelantan a sus dos hermanos en la conquista de la palma. Deja­ban ahora la cárcel, donde a los quince minutos se oían los disparos, cuyo sonido llegaba desde el próximo Campo de Marte.
Monseñor Huix, el Obispo, santo de gran talla, tuvo una muerte de grandeza sobrehumana. El día 4 de Agosto había entrado milagrosamente la Eucaristía en la cárcel. El salón en que estaba el Obispo con tantos presos se convirtió entonces en una iglesia de adoración. Comulgaron todos a primeras ho­ras del día 5, como si previeran lo peor. Y así fue. A las 4’30 se presenta un sargento y lee la lista de veintiún detenidos, todos seglares, encabezados por el Obispo, para ser trasladados inmediatamente a Barcelona..., aunque esta vez Barcelona se iba a traducir por cementerio. Colocados todos ante el pelotón, el Obispo pide, y lo obtiene, ser el último en ser fusilado. En frente y de pie, con serenidad pontifical, sintiéndose más Obispo que nunca, va dando a cada uno la absolución y su bendición de padre y pastor...
Los setenta y cuatro mártires del día 21 de Agosto constituyen un caso grandioso y excepcional. A las once de la noche empieza por todas las celdas y salones un recuento macabro. Dos milicianos, uno con una lista y otro con un farol para alumbrarle, van repasando nombres y eligiendo víctimas: sólo Sacerdotes y Religiosos. Dos horas interminables de pesquisa. Pero, cuando los presos seglares se dieron cuenta de que se quedaban sin sacerdotes que les atendieran espiritualmente, hubo algunos que, con magnanimidad heroica, cambiando los propios nombres se adelantaron a sustituirlos. De nada les sirvió, pues, descubierta la trampa, los predestinados de esta noche serían solamente los ministros del Señor. Setenta y cuatro, entre ellos los Claretianos Padres Lloses, Albi y Morell con los Hermanos Garriga y Dolcet. Al salir, se despidieron de los que quedaban en el cuarto con estas pala­bras:
- ¡Adiós! ¡Siempre alegres! ¡Viva Cristo Rey!
Cargados todos en varios autobuses requisados en la Compañía Alsina Graells, y custodiados por Guardias de Asalto, emprenden el camino del cementerio. Con una serenidad desconcertante y una alegría inexplicable, van cantando a la Virgen la Salve, el Ave maris Stella y el Magnificat, los himnos latinos que han dirigido miles de veces a la Ma­dre bendita...
Y así llegan al cruce del cementerio. Pero aún está por descifrarse del todo lo que va a ocurrir en estos momentos. Parece que los Guardias de Asalto se dieron cuenta del crimen inmenso que iban a cometer, y siguieron adelante carretera a Barcelona. Sólo que muy cerca de allí estaban apostados ya unos doscientos milicianos, los cuales hicieron girar el camión y a los Guardias.
En el cementerio, atadas la víctimas de diez en diez delante de las zanjas, los milicianos mandan a los Guardias de Asalto que disparen. Estos se niegan, y la primera descarga la tiran al aire. Pero, ante la amenaza de los que tienen detrás apuntándoles a ellos, hacen caer uno tras otro a los ocho grupos de aquellos mártires de la fe, que no cesan en sus cantos y plegarias.
Consumada la ejecución, los Guardias se vuelven a la Ciudad y se comprometen a no participar más en crímenes semejantes. Pero, por su resistencia de aquella noche, son destinados todos al frente de Huesca, en donde desaparecen liquidados de una manera muy misteriosa...
El Padre Javier Surribas se gana sin más las simpatías de todos. Pertenecía a la Comunidad de Selva del Camp, y la víspera del Carmen, como un desafío a la Revolución que se echaba encima, en vez de prepararse disimulando, se hace expresamente en el cabello la clásica coronilla de clérigo. Al dispersarse la Comunidad, él quiere ir directamente a su familia en Torelló, Barcelona. Pero un com­pañero, el Estudiante Miguel Bertolín, desea ir hacia Huesca, pasando por Lérida... Javier, joven, sim­pático, amable, y siempre condescendiente, contra su parecer y su gusto, se ofrece con amor fraterno a acompañar a Miguel, y emprenden la marcha a través de los campos en medio de privaciones sin cuento. En Picamoixons toman el tren de Tarragona a Lérida, donde dejaría a su compañero y él sa­caría el billete para Barcelona.
Todo bien proyectado, pero al descender en la estación de Lérida, un miliciano, a quien entran sospechas, agarra a Miguel y le quita de un golpe la gorra veraniega a ver si asoma la coronilla. Nada. Pero con Javier tiene más suerte, y allí aparecía el signo clerical con todo su esplendor... ¿Para qué lle­varlo al Comité a declarar?... Allí mismo, donde empieza el paseo frente a la estación, separan a la gente, y dejan acribillado a balazos a aquel Sacerdote joven, víctima de su propia caridad...
Conocemos al Padre Busquet, el anciano casi ciego que parecía libre del todo. Ingresado en la cárcel el mismo día 21 en que murieron aquellos 74 Sacerdotes y Religiosos, los tres días que va a du­rar su cautiverio se dedica del todo a la oración y ejerce de continuo el ministerio de la Confesión en­tre los detenidos. Durante el mes que ha estado con la familia que lo hospedaba, repetía con frecuen­cia aquel santo varón:
- Si nos toca morir, ¡bendito sea Dios! Seremos mártires. 
 El día 24 se iba a cumplir aquel anhelo ferviente. Otra columna de milicianos que se dirigía al frente de Aragón pasa por Lérida sembrando la destrucción y el terror. Quieren incendiar la cárcel con todos los presos que están dentro. Las Autoridades locales se oponen enérgicamente, y los expe­dicionarios se vengan incendiando la Catedral. Después, se congrega delante de la prisión una multi­tud que no bajaría de tres mil personas, gritando desaforadamente y pidiendo la muerte de todos los detenidos. La Autoridad cede en parte y les concede hacer algo: se llevan veinte presos, entre ellos el Padre Busquet, que, al aparecer en la puerta, casi a tientas porque ve muy poco y está lleno de acha­ques, suscita la compasión de alguno:
- ¡Pobre! Que se vuelva adentro...
Pero se impone la ferocidad de aquellos salvajes, que no deben enternecerse por tonterías, y lo su­ben al camión camino del Campo de Marte, donde el bondadoso anciano alcanza la palma del marti­rio, regalo de Dios a una vida sacerdotal cargada de méritos....
                  
 
 

BARCELONA
 
En los planes del Ejército que se levantaba en armas, era Barcelona y con ella toda Cataluña, junto con Madrid, la pieza clave de la contienda. Al frente de ella estaba el General Goded, que debía ha­cerse con todos los resortes del mando, pero que fueron desarticulados por la revolución ya en el primer día del alza­miento. Entonces la gran ciudad industrial de España, presa de las fuerzas izquier­distas, se iba a convertir en escenario de todos los horrores de la guerra.
 
Los Claretianos contaban en ella con dos Comunidades. La de Gracia, sede del Gobierno Provin­cial, con 56 individuos al estallar la revolución, y que atendían al Colegio, a la magnífica Iglesia, al ministerio de la Predicación y al servicio de los ancianos y enfermos, que nunca faltaban en una casa tan apta para ellos. Además, en un piso particular de la Calle Ripoll se albergaba otra Comunidad de nueve individuos, como Procura de las Misiones de Guinea y sucursal de la Editorial Coculsa de Ma­drid. Sin hacer distinción entre los 65 miembros de las dos Comunidades, englobaremos en nuestra narración a los veinte mártires que en Barcelona dieron su vida por Cristo.
El asalto a la Casa de Gracia fue espectacular de veras. A las tres y media de la tarde del do­mingo 19 de Julio sonaba un disparo, venido de donde nadie sabía... Era la primera señal. Al cabo de poco se había convertido en un gran tiroteo. El Padre Superior telefoneó nuevamente a la Guardia Civil, que le aconsejó la huida. Vestidos de seglar, todos se dispersaron con la urgencia requerida ha­cia donde los guiaba su instinto de conservación o los llevaba amorosamente la mano de Dios... ¿Y los ancianos y enfermos? Este era el problema. Allí quedaban con ellos el Padre Provincial y otros Padres más responsables. Cuando ya habían arreglado todo para marchar de casa hacia el Hospital o hacia donde fuera..., les resultó imposible, pues el fuego impedía toda salida. Con los bidones de gasolina, con los tres disparos del cañón emplazado delante de la puerta principal, con la balacera constante de fusiles y ametralladora y con el humo que llenaba todas las estancias, aquello resultaba ya una escena arrancada al Apocalipsis... Reunidos en el patio los nueve que permanecían en casa, se entregaron a los milicianos asaltantes, a ver qué pasaría... Milicianos, mujeres, gentes de todas clases discutían acalo­radamente sobre lo que debía hacerse, cuando un viejete astuto, imponiendo silencio y levantando la mano, sentencia con aplomo y gravedad, pesando cada palabra:
- Si me hubieran de hacer caso a mí, soy del parecer que se les fusile a todos aquí mismo.
Menos mal que el Padre Montaner, un futuro mártir, tuvo la ocurrencia feliz, al escuchar a uno de los asaltantes hablar en catalán, de dirigirse a él:
- Veo que usted es catalán como nosotros, y comprende que nos hemos de ayudar mutuamente. ¿No nos puede defender? Le ruego que nos salve.
Así fue. Llevados todos a la Comisaría de Gracia, a las tres horas eran trasladados los enfermos a la Clínica Victoria, mientras que los otros salían libres a la calle en busca del refugio que fuera... Por la noche, todos pudieron ver cómo ardía la gran iglesia y cómo la cúpula se desplomaba con estrépito en­sor­decedor.
Ahora, no nos queda nada más que reseñar, en orden cronológico y con una pincelada solamente, la suerte de los que alcanzaron la palma del martirio y que han podido incluirse en un proceso de beatificación.
La historia martirial de Barcelona va a distar mucho en es­pectacularidad de la de Barbastro, Cer­vera, Fernán Caballero y Lérida. La historia de los mártires en la gran ciudad es siempre la misma: un registro en el piso donde se esconden, un ir al Comité revolucio­nario, un salir hacia la muerte, un apa­recer después el cadáver en el Clínico para su identificación y un ser enterrado a lo mejor en el ano­nimato más total. Lo mismo que pasó en Madrid. De aquí que, a pe­sar de los muchos mártires, sean pocos los que cuentan con testigos válidos para un proceso de beati­ficación. Su gloria espléndida apa­recerá solamente en plenitud cuando el Señor vuelva con todos sus ángeles para dar a cada uno su recompensa...
El lector notará desde el principio que aquí en Barcelona todo se desarrollará de la manera más sencilla y esquemática: registro, declaración, muerte, cadáver encontrado... Y así irán desapareciendo todos nuestros mártires uno tras otro...
 
El Hermano Juan Capdevila, diligente administrador de la sucursal de Coculsa, será la primera víctima que derrame su sangre en Barcelona, el 25 de Julio.
El día 26, le seguía el Padre Gumersindo Valtierra, Superior de la Comunidad de Ripoll, que por su indumentaria impecable de traje negro y, sobre todo, por su modestia y recogimiento que traslu­cían un alma toda de Dios, se delataba a sí mismo como sacerdote, y los milicianos, con esto, ya tuvie­ron bastante...
El Padre Cándido Casals, Superior de Gracia, va a visitar el 29 de Julio en una pensión a dos so­brinos suyos y allí coincide ―por casualidad, decimos nosotros― con dos Padres y un Hermano Sale­sianos. Reconocidos los cuatro Religiosos y obligados por los milicianos a subir al camión, apa­recie­ron al día siguiente en el Clínico sus cadáveres, con señales manifiestas de haber sido torturados.
El joven seminarista Adolfo de Esteban se había refugiado en casa de su compañero el también seminarista claretiano José Oliva. El día 31 de Julio aparecerá su cadáver detrás del Hospital de San Pablo. Descubierto el muchacho en el imprescindible registro, se había despedido de la dueña con naturalidad y cariño:
- Doña Angela, en estos días ha sido usted para mí más que una madre. Le estoy muy agradecido. Voy a morir, pero muero tranquilo. Seré mártir, y me iré al Cielo.
El Padre Antonio Junyent vio cómo se tronchaban sus ilusiones misioneras. Destinado por los Su­periores a América, se hallaba en Barcelona en espera del barco que lo llevaría a Argentina. El 18 de Agosto fue todavía a investigar sobre la salida de algún buque. El día 22 aparecía el cadáver con toda su documentación en el Clínico, ya que Dios le había guiado los pasos en busca de otro mar...
 El 21 de este mes nos arrebatará la revolución al Padre Jacinto Blanch, que dejó un recuerdo grande entre nosotros con su vida ejemplarísima de santo y de sabio. De él leemos en el Proceso que comía poco, dormía menos y trabaja muchísimo. Antes ya de la guerra, se paseaba por las opulentas calles y avenidas de la señorial Barcelona, y decía a su compañero:
- Nada de esto me llena, nada. ¡Yo tengo hambre sólo de Dios!
Decía esto quien, al ser preguntado cómo se encontraba, respondía entre serio y festivo:
- No bien del todo, puesto que no amo bastante a Dios.
Con la elegancia espiritual que ponía en todos sus actos, hasta en los de mayor sacrificio, atendió con simpatía a un mendigo inoportuno. Invitado en una familia acomodada, llama a la puerta de la casa un pordiosero de estómago muy vacío..., en el momento preciso en que aparecía ante la mesa el pollo asado, que era por entonces el plato de postín. Y el Padre, tomando la porción que acaban de servirle, sugiere con humor:
- A lo mejor a ese pobre le gusta también la garra de pollo.
Baja la escalera con el plato humeante y pone el suculento bocado en manos de aquel pobretón, que ve convertirse en una realidad el sueño imposible...
Ahora no es un pobre mendigo quien llama a la puerta de la casa del entrañable amigo Bofill, sino un pelotón de milicianos que en el registro dan con él. Le encuentran el rosario dentro del bolsillo, y tienen bastante:
- Cobarde, ¿por qué te escondías esto?..
Se lo cuelgan por burla en el cuello, y así se lo llevan hacia lugar desconocido. El Sr. Bofill no suelta el teléfono preguntando por el paradero del Padre, hasta que oye la respuesta de un miliciano:
- Si se tratara de un paisano, todavía. Pero tratándose de un cura, no hay lugar a recurso.
El cadáver aparecido en Pedralbes, y que al otro día fue reconocido en el Clínico, era el testimonio fehaciente de la muerte gloriosa de un ministro de Jesucristo, que por eso, por ser ministro de Jesu­cristo, no tenía apelación posible...
Seguirá en el martirio el Padre Tomás Planas, a sus 30 años ya brillante profesor, que esperaba en Barcelona el momento de marchar a Roma para realizar estudios superiores. Dios le tenía preparada el 26 de Agosto otra láurea muy diferente que la que hubiera sacado en el Angelicum o la Gregoriana... Refugiado en casa de su hermano Juan, era reclamado por los milicianos en medio de la noche ca­llada. Dentro del coche que espera en la puerta, se encuentra ya detenido su primo Jaime Queralt. Ambos declaran en el tribunal popular y quedan presos. A las tres y media de la mañana siguiente, abren la puerta e intiman al Padre Planas:
- Tú, levántate y sal.
Sabiendo que iba a la muerte, le dice a su primo:
- No me duele morir. Sólo que me hubiera gustado hacer en mi vida el bien que había soñado.  
Era fusilado por las cercanías de Sabadell en aquel amanecer estival del 27 de Agosto de 1936.
El 28 de Noviembre quedaba aún con vida el Padre Cirilo Montaner, egregia figura de Misionero en Guinea Ecuatorial. Después de mil peripecias llega a hospedarse en casa de Antonio Doménech, antiguo anarquista militante y ahora ferviente católico, merced a su formidable esposa que logró atraer a Dios aquella alma descarriada. Dios le va a premiar con la más espléndida de las coronas... Cada día se celebra la Misa en aquella casa, atendida por la encantadora mujer y el obrero reparador de muebles. Un día de mediados de Noviembre, Antonio y el Padre Montaner se clavan de rodillas ante el Señor Sacramentado, que guardan devotamente en la casa, y hacen oración fervorosa, de la que le dirá después el Padre a la señora:
- Hoy su marido y yo nos hemos ofrecido a Nuestro Señor para el martirio, y hasta la hemos puesto a usted.
- ¡Que se cumpla la voluntad de Dios!, responde emocionada aquella santa mujer.
El día 25, a las tres de la mañana, se levantan sobresaltados ante el pelotón de milicianos que con la culata de los fusiles hacen retemblar a golpes toda la casa. Mientras el dueño va a abrirles, el Padre entrega a la señora la Sagrada Eucaristía. Los dos detenidos son llevados a declarar. Finalmente, son conducidos ambos al terrible Control de la Calle Pedro IV, servido por los revolucionarios de Pueblo Nuevo, y del cual nadie salía más que para morir, como el santo Obispo y mártir Monseñor Manuel Irurita. Después, a la cárcel trágica de San Elías, que era la palabra más macabra que entonces se pro­nunciaba en Barcelona. De ella salían el día 28 el Padre Montaner y el cristianísimo obrero, terciario franciscano, camino de la muerte... Doménech, aquel anarquista de antes, había respondido a quien le hacía ver el peligro que corría por esconder en su casa a un sacerdote: ¡Dichosos los que mueren por la fe!...
 

SABADELL
Sabadell, la ciudad más industrial de Cataluña, dista nada más que veinte kilómetros de Barcelona. Los Claretianos regentaban en lo más céntrico de la Ciudad una iglesia que ha sido siempre un fuerte imán de las almas, porque en ella encontraban piedad y culto esmerado, pero sobre todo unos Sacer­dotes siempre dispuestos a atender en el ministerio de la Confesión. Los Padres, que eran ocho, casi todos ellos de edad provecta, estaban hechos a la medida para este servicio tan importante. Les ayuda­ban en las ta­reas de la casa, perfumando de santidad el ambiente de la Comunidad, tres Hermanos muy ejemplares en los que Dios tenía puesta su mirada especial para la hora de repartir palmas y co­ronas...
La revolución se va a cebar también en esta Comunidad pacífica, de la que ocho de sus moradores forma­rán en el escuadrón de los Mártires. El día 20 de Julio, se dispersaron todos y se refugiaban en fa­milias amigas que les habían brindado asilo amoroso. Antes, todos se congregaron en la iglesia para cele­brar la Eucaristía. La llave del templo la depositaron a los pies de la imagen del Corazón de María para que Ella velase por todo, si es que entraba en los planes de Dios el salvar lo ya casi insalvable... El mismo día 20 ardía la iglesia en todas sus entrañas, aunque se salvaba la estructura externa, que no era poco para cuando llegase el momento de la restauración.
El adiós que se habían dado los Misioneros después de recibir la última Comunión no iba a ser muy de­finitivo. Porque, descubierto el refugio de cada uno ―¿quién les había informado a los milicia­nos?―  to­dos se encontrarían en la misma cárcel el 4 de Agosto, menos los Padres Reixach y Torrents, que siguie­ron otros caminos. 
 
El Padre José Reixach, bueno porque sí, a sus setenta y un años no se avenía a vivir fuera de su convento amado. Y aquel mismo atardecer del día 20 dejaba la cristiana familia que lo acogía para volverse a la casa. ¿Qué le iba a pasar allí, solo del todo, en aquella noche de tragedia? A medianoche irrumpían las turbas en el edificio y daban con el Padre, que hubo de servirles de guía. Al llegar a la iglesia ve cómo en el centro ya están amontonadas las imágenes y todos los objetos del culto, que em­pezaban a arder bajo el torrente de blasfemias de aquellos pobres diablos enfurecidos. Estos, sin em­bargo, no hacen nada por detener al bendito Padre, que se vuelve por su propio pie a la bondadosa familia que lo acogiera. Allí les da a sus amigos la consigna:
- Si vienen a buscarme, no quiero que nieguen que estoy aquí. ¡Seré mártir como los demás!
Así tenía que ser, pues Dios aceptaba ofrecimiento tan generoso. A las tres de la mañana del 25 de Julio era sacado de la casa por una turba de unos cuarenta (!) forajidos, que le disparaban en media calle y huían después avergonzados de su villanía, dejando a la víctima sin rematarla tendida en el suelo... El pobre Padre empieza a arrastrase como un reptil, camino de la Casa de Caridad, a la que se llega en unos ocho minutos y él ha de emplear más de dos horas en el recorrido. Avanza con una mano, apoyado en la tierra sobre el pecho y la cara, mientras que con la otra mano va deteniendo los intestinos que se le escapan por las heridas del bajo vientre... Llama varias veces a la puerta del esta­blecimiento, y al fin se dan cuenta de aquellos quejidos lastimeros. Las Hermanas de la Caridad, de­jado ya el hábito y vestidas de enfermeras, le atienden con el cariño que es de suponer, aunque no sa­ben quién es el herido casi moribundo que ha llegado. El Padre, receloso de todo, disimula. A la Hermana, de la que piensa que es una enfermera seglar, le dice cariñoso:
- Chica, qué bien que lo hace usted. Ya la encomendaré a Dios en mis oraciones.
La paciencia inexplicable con que sufre y el rosario que le encuentran en el bolsillo les hace sos­pechar sobre la identidad del paciente, reconocido al fin por una de las presentes, asidua a la iglesia de los Misioneros:
- ¡Si es el Padre Reixach!...
Todos los cuidados resultan inútiles. La Dirección de la Casa de Caridad llama a la Autoridad competente, Alcalde y Juez, que se presentan en compañía de varios milicianos, despreocupados y con los fusiles en alto. Al verlos, el Padre les salta amoroso con este exabrupto impensado:
- Si sois vosotros quienes me habéis disparado los tiros, os perdono de corazón. Quiero morir como Jesús, que también perdonó a quienes le acababan de crucificar.
La escena era conmovedora. El Juez ordena el traslado del paciente a la Clínica de Nuestra Señora de la Salud, adonde llega a las siete y media de la mañana. A Sor Julia, que le atiende vestida de en­fermera, le dice:
- ¿Es usted Hermana o enfermera?... ¡Cuánto que me alegro, Hermana! Me voy al Cielo. Allí ro­garé por usted.
No había remedio. El intestino, perforado por varias partes, emitía hemorragias continuas. Los la­bios no dejan de soltar jaculatorias fervorosas. Hasta que pierde el conocimiento, y entrega su alma bella en las manos de Dios. Eran las dos de la tarde.
 
Los seis mártires que componen el grueso de la Comunidad caen en manos de los milicianos de una manera misteriosa. Durante el mismo día, 4 de Agosto, son buscados en sus respectivos domici­lios, requeridos nombre por nombre y con todos los datos personales exactos. No hay remedio, y to­dos van a parar a la cárcel. A la cabeza de ellos, el Superior Padre Mateo Casals, seguido del venera­ble Padre José Puig, que ha celebrado ya sus bodas de oro sacerdotales; de los Hermanos José Cla­vería y Juan Rafí, ya cercanos a los setenta; del Hermano José Solé, en plena madurez y rendi­miento, y del Hermano José Cardona, joven esperanzador de sólo veinte años.
Parece mentira, pero nos vamos a encontrar con una cárcel que no se parece en nada a las que ya conocemos de otras partes. Casi no se puede creer, y menos en un Sabadell, ciudad con tanto obrero marxista. Una cárcel casi vacía, donde nuestros Misioneros encuentran solamente a nueve presos, un Padre Escolapio y ocho excelentes jóvenes carlistas. Con una tolerancia casi total de las autoridades carcelarias, llevan los presos una vida tranquila, ordenada, cada uno en su celda, y con facilidad para reunirse y rezar juntos el Rosario a la Virgen. A los seglares les traen la comida sus familiares. A los nuestros, comprada con el dinero que trajeron al venir, se la prepara con esmero el buen cocinero Hermano Cardona. El anciano y candoroso Padre Puig escribe a unos amigos:
- Nos encontramos bien, y parece como si estuviéramos en casa.
Hasta se prometían y les hacían entrever la libertad. Sólo que a finales de Agosto caía en poder de los nacionales la ciudad vasca de Irún. Y había de venir la venganza en la retaguardia roja... Muchos milicianos van a partir para el frente y antes han de probar su fe en la causa roja asaltando la cárcel y matando a todos los presos. Desde hace algunos días han sustituido al custodio Sr. Navarro por dos guardias de Asalto y por dos milicianos. En esta noche del 4 de Septiembre, por imposición de los nuevos amos, el Sr. Navarro ha tenido que retirarse, igual que el Director al que han exigido las llaves. Despiden a los guardias de Asalto, y dice uno de los milicianos:
- Las once y media. Hemos de comenzar la faena.
Y la faena consistió en sacar a los presos de sus celdas y tenerlos preparados para cuando llegasen los coches. Bocinazo del primero. Y el Director oye desde su apartamento contar: Uno, dos, tres, cuatro...  Otro coche, y nuevo recuento. Igual con otro tercero. Con el cuarto vehículo ya no se oye­ron más que tres números, sin llegar al cuatro. Los quince presos, convertidos en cadáveres, aparecían al amanecer del día 5 en las carreteras de los alrededores...
 
El Padre Juan Torrents, cuando sea declarado Santo por la Iglesia, habrá de aparecer en su ima­gen con el rosario en la mano... Como en las horas interminables de la pensión y de la cárcel no tenía nada más que hacer, los rosarios a la Virgen se sucedían uno tras otro sin la menor interrupción, de modo que llegó todos los días a cifras divertidas e inimaginables... A algún compañero que le visitó en su celda solitaria, lo detuvo con estas palabras:
- Un momento, por favor, que termino esta decena.
Y así hasta el 17 de Marzo de 1937, cuando la Virgen bajaba a la cárcel de San Elías para llevárselo al Cielo...
El día de la dispersión de la Comunidad prefirió marcharse de Sabadell hacia Premiá de Mar con algunos parientes suyos. De allí regresó a Barcelona para ir a parar, después de varios ensayos por otros alojamientos, en una fonda segura que le había procurado una devota penitente suya, y de la cual ya no se movería, pues no le convenían más desplazamientos ni a sus 73 años ni a la ceguera que padecía. Y allí permaneció hasta bien entrado Febrero de 1937, cuando un bombardeo del ejército nacional dio en el blanco de los Talleres Elizalde. ¿Consecuencias?... Represalias rojas. Registro en la pensión, en la que destrozaron todo objeto religioso que hallaron. Y detención del Padre Torrents, que, inocente como él solo, no supo disimular. Y a la terrible cárcel de San Elías, de la cual no salía ningún sacerdote ni religioso más que para ir a la muerte. Como le sucedió al Padre Torrents el día 17 de Marzo, cuando lo sacaron para llevarlo al cementerio de Montcada...

VIC Y SALLENT
A sesenta kilómetros de Barcelona, Vic ―Vich, como se veía escrito hasta ahora―  era la ciudad leví­tica por antonomasia. Su Plana incomparable era asiento de las más puras esencias cristianas de Cataluña. Pos sus obispos, sus santos y sus sabios ―¿habrá que recordar entre tantos a Claret, Almató, Coll, Joa­quina de Vedruna, Balmes, Verdaguer, Torres y Bages y varios más?―  ha influido como ninguna otra diócesis en la Iglesia espa­ñola de nuestros tiempos. La Revolución, si quería, tenía mucho quehacer allí, pero tendrían que ser elemen­tos de fuera los que viniesen a cometer desmanes, ya que los habitan­tes de la región no moverían el dedo meñique para perturbar el orden religioso y social. ¿Una mues­tra? Como en Barcelona sabían esto muy bien, llegaron desde ella con todo el aparato posible para organizar un gran mitin en su clásica Plaza Mayor, que estaba desierta a la hora de escuchar a los fla­mantes oradores venidos de lejos. Ante caso tan grave de frialdad revolucionaria, uno de los emisarios recogía el micrófono mientras gritaba furioso: Si volviera aquí el Padre Claret, ya estaría esta plaza bien llena de gente...
Vinieron, naturalmente, de fuera esos elementos extremistas, que incendiaron iglesias, entre ellas la Ca­tedral con sus incomparables pinturas de Sert, mataron a cuanto sacerdote y religioso cayó en sus ma­nos, sacaron de su casa hacia el cementerio a tantos católicos distinguidos y cometieron todas las barbari­dades que se les antojaron.
A los mártires de Vic vamos a añadir los cinco de la Comunidad de Sallent, perteneciente a la misma provincia de Barcelona y a la misma diócesis de Vic.  
 
Para los Claretianos, VIC es nuestra Ciudad Santa. En ella nació la Congregación. Ella guardaba los restos del Fundador, San Antonio María Claret. Su Casa Misión, Casa de Ejercicios Espirituales y Noviciado, constituían un centro de espiritualidad intensa, y por aquella Comunidad habían pasado muchos Misioneros santos.
La revolución se iba a cebar en ella de modo despiadado. De la iglesia de la Merced no quedaría piedra sobre piedra. Casa y Noviciado serían incendiados. Los restos del Padre Claret ―buscados con odio más que cualquier sacerdote vivo― se salvarían, gracias a Dios, bien escondidos en la casa vecina de la familia Bantulá. Y varios Misioneros de la Comunidad ―sesenta y ocho, contados los novicios―, perseguidos como todos los sacerdotes y religiosos en la zona roja, sabrían dar generosamente su san­gre por Dios.
 Si Vic guarda con veneración la tumba de San Antonio María Claret, SALLENT, a catorce kiló­me­tros de Manresa, se ufana de ser la cuna del gran Santo español del siglo diecinueve. Los Mi­sione­ros formaban una pequeña Comunidad que custodiaba la casa natal del Santo y dirigía un modesto cole­gio en aquella ciudad industrial.
Sin hacer distinción entre las dos Comunidades, y con orden también cronológico, daremos una nota sucinta de la muerte heroica de los catorce confesores de la fe salidos de aquellas Casas benditas.
 
Sallent rompe la marcha gloriosa de los mártires vicenses, casi apenas estallada la revolución. Al frente de la Comunidad está como Superior el Padre José Capdevila, y tiene como súbditos en aque­lla auténtica familia al anciano Padre Juan Mercer, al Director del Colegio Padre Jaume Payás, y a los Hermanos Marcelino Mur y Mariano Binefa. Todos han de abandonar la Casa el 20 de Julio al mediodía por orden terminante de la Municipalidad. Refugiados en casas amigas, pronto saldrán de sus escondites para dar en la cárcel y en el cementerio.
Empezamos por el Padre Capdevila, que no morirá hasta dentro de dos meses, pero que empieza su odisea a la par que sus encomendados. Refugiado con el Padre Payás en la familia Soldevila, son reconocidos en la calle por varios niños del Colegio. Habrán de extremar las precauciones, que van a resultar inútiles. Los milicianos asaltaron la casa al día siguiente a las dos de la tarde en busca de ar­mas, cuando los Padres, dándose cuenta del peligro, saltaban por la escalera posterior hacia un só­tano que los ocultó. Se repite el asalto a las nueve de la noche, y, al abrir la puerta, suena un disparo, del que se disculpan los milicianos:
- Perdone, señora. Su vestido negro nos ha confundido. Pensábamos que se trataba de un sacer­dote...
Con esto había ya bastante. Los Padres huyen al campo y se esconden en un cañaveral. Sueño, hambre, sed, fiebre... El Padre Capdevila pierde de vista al Padre Payás, lo busca en vano, y, ante la inutilidad de sus esfuerzos, emprende al día siguiente su caminar de más de sesenta kilómetros, siem­pre escondiéndose de miradas comprometedoras, hasta llegar a Vic. ¡Gracias a Dios!, estampa en sus notas cuando se ve ante la ciudad natal y se dirige en sus alrededores a la casa paterna. Aquí estará hasta el 24 de Septiembre. Descubierto por los milicianos, ha de arrancarse de los brazos más que­ridos:
- ¡Adiós, madre, hasta el Cielo!
- ¿Qué cielos ni qué...? ¡No hay cielo ya!
- Para vosotros, si no cambiáis de vida, no; para nosotros, sí.
Pasa toda la noche en la cárcel de Vic, y el 25 a las 11’30 se iba al Cielo suspirado, mientras su ca­dáver quedaba tendido en la carretera cerca de Manlleu...
El Padre Payás se nos ha quedado perdido por los matorrales, entre los que empieza una pasión muy dolorosa. Arrastrándose en medio de la oscuridad hasta alcanzar las márgenes del río Llobregat, cae en un pozo de desagüe, donde queda embadurnado de barro e inmundicia. No puede salir. Y allí lo encuentra al día siguiente un muchacho de la familia que ha ido en su busca. Lo saca, lo lleva a la casa, lo asean. Pero no puede quitarse de encima la sed que le abrasa, consumido como está por la fiebre. Quiera que no, y ante el dolor de la familia, tiene que marchar en busca de otro refugio, pues allí está a la vista y ante las garras de la fiera.
Dos días de búsqueda inútil, ya que se le cierran todas las puertas, incluso las más amigas que pa­recían del todo seguras. ¡Qué dos días, Dios mío, de puerta en puerta, consumido por la fiebre, y re­chazado en todas partes! Al fin, da con una casa que lo acoge con cariño, pero le han visto entrar y... aquí va a estar el mal. Se sentía desfallecer por la fiebre, y una sed ardorosa le inflamaba la sangre. Sólo pidió agua, contaban después. Como le han visto entrar, se presentan los milicianos y piden se les entregue al Padre, que se presenta con serenidad y es llevado al Ayuntamiento.
 El Padre Payás, con los 29 años aún no cumplidos, elegante, culto, notable profesor de niños, alma fina de auténtica aristocracia espiritual, siente destrozársele el corazón ante el rechazo de todos que ha experimentado. Y ahora, dentro del Ayuntamiento, dice con dolor profundo:
- Si me matan, no se deberá a las balas anarquistas, sino al desconocimiento de mis amigos.
Y puede escribir unas notas que resultan desgarradoras, aunque tenga la mirada todo el rato fija en Jesucristo:
- No confiaré más en las personas; solamente en Vos, Jesucristo. Los hombres, cuando más se ne­cesitan, es cuando fallan y te vuelven las espaldas. Señor, he visto más corazón y más entrañas en gente que no esperaba, que en gente falsamente amiga. ¡Gracias, Dios mío! Puedo padecer por Vos. Tengo el gusto de sufrir el desengaño de las amistades. ¡Oh Jesús! Les doy un abrazo; no tengo ren­cor a nadie, ni a los que me han echado de casa como a un perro. Estos son mis sentimientos en estas horas de tribulación. Todo sea por Vos, Jesús.
Hay que decir que, detenido en la cárcel del Ayuntamiento, un preso tan singular se ganó las sim­patías de todos y trataron de salvarlo atrayéndolo para la causa de la revolución. Resulta conmovedor el diálogo sostenido con Dalmau, un hombre rudo, descreído, pero noble y de gran corazón, que em­pieza por traerle agua, lo que más necesitaba. Durante dos horas ha tratado el Padre por ganar a este buen hombre para Dios, sin conseguir nada. Dalmau es quien está más empeñado que nadie en salvar la vida del Padre.
- Mire usted, si quiere salvarse, cuando vengan los del Comité, dígales que se hace como uno de ellos y póngase a su disposición.
- ¡No; eso, no!
- Pues entonces, veo muy difícil su caso. Total, renegar de la religión. Decirlo solamente, ¡y ya es­tará!
- No puede ser, amo mucho a Dios y a la Virgen.
- Aunque no sea más que decir que ya no tiene usted intención de volver a la vida que llevaba...
- Tampoco eso. Todo eso sería mentir, y estoy contentísimo con la vida religiosa...
Aunque los dos hablaban con una sinceridad total y una amistad a estas horas ya cordialísima, re­sultaba todo un diálogo de sordos. El Padre, al terminar con un ¡Hasta el Cielo!, oye cómo el amigo le responde:
- No; hasta el Cielo, no. Porque como yo no creo en nada de eso, allí no nos encontraremos.
- Bueno, yo rogaré a Dios por usted para que allí nos encontremos...
Mientras nos entretenemos contando estas cosas del Padre Payás, el Padre Mercer y el Hermano Mur llegaban también a la cárcel municipal, sorprendidos en plena calle por gentes que los conocie­ron:
- ¡Curas, curas!...
Y pronto la patrulla daba también en su refugio con el Hermano Binefa. Las iglesias de la Ciudad habían sido ya incendiadas y profanado y medio destruido el monumento que Sallent había erigido a su hijo más ilustre, San Antonio María Claret, hacía dos años beatificado por el Papa Pío XI. Quedaban con vida estos cuatro hijos del Santo, y, juzgados por el Comité, fueron condenados a muerte. Oída la sentencia, el Padre Payás voló con su pensamiento a las familias que los habían acogido con peligro de sus propias vidas, y se dirigió a sus jueces con estas palabras llenas de nobleza:
- Acabo de ver que habéis derribado la estatua del Padre Claret del pedestal que tenía en la plaza. Pues, bien; es tal la gratitud que nosotros sentimos por nuestros bienhechores, que gustosos les cederíamos aquel sitial de honor que hasta ahora venía ocupando nuestro Padre.
Los rojos le ofrecieron una vez más al Padre Payás la libertad si se pasaba a los suyos. Ante la ne­gativa contundente y definitiva, los cuatro Misioneros eran llevados al cementerio. El Padre Payás, ante los fusiles que apuntaban ya, levantó su mano y su voz:
- Quiero bendeciros antes de morir...
Pero la descarga rápida le impidió continuar. Era el 25 de Julio, fiesta de Santiago, Patrón de Es­paña, el primer mártir de entre los Apóstoles de Jesús...
 
Los Padres José Arner, Maestro de novicios, y Casto Navarro, su ayudante,son las primeras víc­timas ofrecidas a Dios por la Casa-Madre de Vic. Ocho días por el bosque con los muchachos novi­cios, huyendo de casa en casa de campo y durmiendo al raso, con hambre y con sed por aquellas caminatas... Caídos en manos rojas, todos son llevados al cuartelillo, donde un tipo desconocido que entra bruscamente pregunta de malos modos:
- ¿Quién es el jefe de toda esta cuadrilla?...
- Soy yo.
Y desde aquel momento, los muchachos novicios de la zona roja eran enviados a sus familias, y los de la zona nacional eran colocados en la Casa de Caridad. Quedaban presos el Padre Arner y el Padre Navarro, trasladados a la cárcel municipal. Serán diez días en los que el Padre Navarro infundirá op­timismo a todos, diciendo con muy poca convicción:
- Los rojos lo que buscan es pesetas, y como nosotros no tenemos, nos dejarán libres pronto.
El Padre Arner, por el contrario, paseaba siempre pensativo su figura de asceta riguroso. Enfer­mizo, comía poco y lo poco que comía lo devolvía muchas veces. Al sacerdote M. Viñas, detenido también, le dice confidencialmente que medita mucho en la Oración de Jesús en el Huerto. A lo que le responde el avisado sacerdote:
- Pues, medite también en la Crucifixión y Muerte de Jesús, por lo que le pueda suceder...
Y así fue, porque en la noche del 7 al 8 de Agosto ambos Padres eran sacados de la cárcel y fusila­dos en la carretera a pocos kilómetros de Vic. Muchos Padres de la Comunidad salvaron sus vidas, y la podían haber salvado también los Padres Arner y Navarro. Pero, fieles a su deber con los jovencitos novicios, no abandonaban las tiernas ovejas que tenían a su cuidado y supieron morir por ellas...
 
Los Padres José Puigdessens y Julio Aramendía eran dos cerebros privilegiados. Al llegar la re­vo­lución estaban en Vic, adonde había venido el Padre Aramendía desde su Provincia claretiana de Cas­tilla, para llevar a cabo entre los dos un estudio sobre La santidad, argumento de veracidad de la Iglesia Católica. Sus autores podían arremeter con la empresa. El Padre Aramendía, de sólo treinta y seis años, ya era calificado por la autorizada revista El Monte Carmelo como uno de los hombres más competentes y mejor informados de la espiritualidad española. Y el Padre Puigdessens, un vete­rano, era definido sin más como la primera mentalidad filosófica de Cataluña, de quien escri­bía La Paraula Cristiana ya en 1925: Conocedor minucioso del pensamiento de todas las edades y de todas las lenguas antiguas y modernas en que ha hablado la filosofía..., él es el hombre más indicado para dar el impulso inicial a nuestro pensamiento filosófico.
Al salir de casa cuando ésta ya ardía por todos sus costados, el Padre Aramendía tuvo la audacia de meterse por una escalera a través de la tapia para salvar sus valiosos papeles, que, sin embargo, se per­dieron para siempre... Los dos Padres se refugiaron en casa de Ramona, hermana del Padre Puigdes­sens. Al volver de celebrar la Misa, muy de escondidas, el día de Santiago, eran delatados por una ve­cina, que pagaría muy cara su traición...
En efecto, vino inmediatamente el registro, que acabó con la orden dada a los dos Padres de que no abandonasen la casa sin previo permiso del Comité... Estaban perdidos. No valieron las gestiones que se hicieron por la Generalitat de Barcelona ante el Comité revolu­cionario de Vic, ni las influencias del mismo Ventura Gassol, el Consejero de Cultura, para salvar la vida de su antiguo profesor el Padre Puigdessens, hombre de tanto peso para la cultura catalana.
A la una de la noche del 17 de Agosto se presentaba la patrulla de milicianos en la casa de Ra­mona, que, acabado el feroz registro y viendo que se llevaban a los Padres, gritaba inconsola­ble:
- ¡Déjenme a mi hermano!...
El Padre Puigdessens, aunque veía la cosa totalmente perdida, interviene con mansedumbre:
- No es por mí, sino por mi hermana, que tiene muy mala salud y no resistirá este golpe. Esperen dos o tres días, pues en este tiempo espero recibir contestación de Ventura Gassol.
Era pretensión inútil dialogar con aquellas fieras, que se llevaban a los dos Padres y, además, una pesadísima maleta ―dicen que de unos cincuenta kilos― con escritos valiosos del Padre Puigdessens. Ambos estuvieron muy poco rato detenidos en la Casa de la Ciudad, pues a las 3´45 de la madrugada se oían las descargas en la carretera de Manlleu, a kilómetro y medio de Vic. 
Por lo visto, había alguien que tenía una cuenta pendiente con Dios... El 4 de Diciembre del mismo 1936 moría en el Hospital de Vic la muchacha de 27 años Teresa Padrosa, la misma que había dela­tado a los Padres. Durante los tres días que estuvo en el Hospital, dice Sor Pilar, Hermana de la Cari­dad, gritaba enloquecida: ¡Estoy condenada..., tú tienes la culpa!...
 
El Padre Juan Blanch estaba en Cervera de puro paso cuando llegó la revolución. A sus 63 años era un veterano Misionero, de notable prestigio en tantos púlpitos de Cataluña, y ahora se dirigía a Guisona para otra predicación. No le fue posible llegar a su destino, y se refugió en casa de la familia Lloses, la del Padre Agustín, el mártir de Lérida. Casi mes y medio pasó dentro de aquel hogar cris­tiano en el que de­rrochaba amor, simpatía, cariño..., hasta que el 31 de Agosto, a las diez de la noche, se presentó la patrulla de milicianos, que hizo un registro de puro formulismo y se llevaba al Padre junto con el dueño de la casa, que se desmaya entre los brazos y lloros de la esposa querida y ante los lamentos clamorosos de los niños. El Padre Blanch, ante aquella tragedia, suplica en vano:
- Matadme a mí, si queréis. Pero dejad a este pobre padre de familia.
Así desmayado, es arrastrado por los milicianos escaleras abajo hasta el coche. La esposa y los ni­ños inocentes quedaban deshechos en un mar de lágrimas, mientras que al cabo de poco rato estaban ardiendo dos cadáveres en la cuneta de la carretera a Barcelona, casi en el arran­que del camino a nuestra finca del Mas Claret, término de una parroquia de la diócesis de Vic. 
 
El día de la Virgen del Pilar, 12 de Octubre, bonito día en España, la Madre bendita se quiso lle­var al Cielo a tres hijos suyos muy queridos, laureados con la palma del martirio. El Padre Juan Co­dinach, simpático a más no poder, y antiguo misionero en las selvas chocoanas de Colombia, donde perdió la salud para siempre y hubo de volver enfermo a España; el joven y prometedor Padre Miguel Codina, catedrático en el Teologado de Cervera, y el Hermano José Ca­sals, excelente religioso, los tres se hospedaban refugiados en la masía o casa de campo llamada El Vivet, de la vecina población de Tara­dell.Una casa cristiana a todo serlo. Por aquellos días, uno de los ocho hijos, el seminarista claretiano Jaume Franch engrosaría la lita de los mártires de la Comunidad de Selva del Camp, y a dos de las hi­jas las estaba llamando el Señor para sí como religiosas. Allí se llevaba una vida de trabajo y de ora­ción más que de convento. Pero un día u otro se tenía que presentar la trage­dia, pues los rojos estaban al corriente de todo e impusieron a los tres Misioneros el no moverse de allí sin permiso del Comité, bajo la responsabilidad del dueño y padre de familia. Naturalmente, los Mi­sioneros no se movieron, pues sabían quién moriría en su lugar si los encontraban a faltar... Al presen­tarse la patrulla en la casa a las once de la mañana del 8 de Octubre, y ser requeridos los tres Misione­ros, el Padre Codina en­tregó a uno de la casa su reloj, la pluma, los anteojos, pero no el rosario:
- Si me asesinan, quiero tenerlo entrelazado en mis manos.
Se llevaron a los tres y los metieron en la cárcel de Vic, de la que saldrían en la noche del 11 al 12. Sus cadáveres aparecían en dos lugares distintos de la carretera de Barcelona y de Manlleu...
 
El Hermano Isidro Costa, joven de veintisiete años, será víctima de un amor fraterno, encantador pero imprudente, y perderá la vida el 11 de Noviembre en la finca del Mas Claret, en Cervera, que ya conocemos bien a estas horas... El bendito Hermano era un alma bella de verdad. Hijo de la misma Plana de Vic, recorría las masías y casas donde pudiera haber un hermano de Comunidad escondido, para ayudarlo si necesitaba, para consolarlo, para estar un rato con él... La estampa del amor fraternal más puro. No maliciaba sobre la malignidad de la revolución roja. Y un día se marcha este buen cam­pe­sino ―bien documentado, eso sí― a Selva del Camp, en la Provincia de Tarragona, para enterarse de lo que ha podido ocurrir a los miembros de aquella Comunidad, entre ellos a Jaume Franch, el hijo de la masía El Vivet, como hemos visto. Viene feliz, aunque traiga noticias trágicas, porque ha tenido buena suerte en su viaje. Y animado por este éxito, quiere repetir la aventura marchando a Cervera. Aunque les dice a los moradores de la masía La Roca, donde vive refugiado y trabajando como buen agri­cultor:
- Si no tenéis noticias mías, ya podéis rezar por mí el Padre nuestro.
Efectivamente, se marchó hacia la finca de Cervera. Hospedado en el vecino poblado de Vergós, el amigo Ramón Pomés no logra disuadirlo, a pesar de que le dice que en la finca ya no queda nadie, pues todos han sido fusilados, y el Hermano Francisco Bagaría se halla en unas condiciones insopor­tables con los elementos que le ha puesto el Comité. Es inútil. El amor a sus hermanos de la Congre­gación va a poder más que todas las razones dictadas por una prudencia elemental, y a la finca que se va... Le da un rodeo desde lejos, otro..., y alguien de los nuevos inquilinos se percata de algo anó­malo en aquellos pasos a veces vacilantes. Lo detienen. Lo llevan al que hace de jefe. Le examinan la do­cumentación y la encuentran buena. Pero..., allí hay antiguos criados que lo reconocen, pues Isidro había formado parte de la Comunidad del Mas. Lo encierran en un cuarto, avisan al Comité, que manda en seguida un auto, y allí mismo, en una pequeña explanada a la entrada de la finca, lo dejan tendido las balas para ser poco después enterrado a unos pasos de donde reposan los restos de sus her­manos, los diecinueve mártires del 19 de Octubre. Lo han matado por ser religioso como los anterio­res, y él ha sabido perdonar de verdad a los que le quitaban la vida...
 
El Hermano Miguel Facerías, al llegar vivo hasta el 22 de Febrero de 1937, va a ser el último mártir de la Comunidad vicense. Anciano venerable, era la estampa del religioso perfecto. Sastre, agri­cultor, cocinero..., para todo valía, a nada se negaba, y todo lo desempeñaba a cabalidad, a la vez que sabía además perfumar todo su trabajo con una oración incesante. Al caer enfermo otro Her­mano refugiado con él, fue al Asilo de las Josefinas pidiendo instalarse allí, como tantos otros ancia­nos y enfermos. Y recibió en la recepción esta respuesta cruel:
- Cuatro tiros es lo que ustedes necesitan.
- Con dos habría bastante, pues ya somos viejos.
Se les admitió el 13 de Agosto. En el Asilo, sin miedo alguno, rezaba a la Virgen rosarios sin cesar, y hasta en voz alta, para edificación de todos, aunque le exigían más prudencia... Hasta que el 17 de Diciembre hubo de marchar, pues vino la dispersión forzosa del Asilo, del que salieron bastantes Sa­cerdotes y Religiosos, a refugiarse con sus familias o donde pudieran... El Hermano Miguel fue a pa­rar en Santa Cecilia en el Gurb. Para no hacer costoso el hospedaje que se le brindaba en la cristiana familia, como sastre que era remendaba y planchaba la ropa, confeccionaba piezas nuevas, barría, par­tía la leña, y aun le sobraba tiempo para pastorear el pequeño rebaño... Delatado por algún espía, re­cibe la denuncia el alcalde de Santa Cecilia, que sentencia:
- Hay que limpiar el pueblo de toda esa porquería clerical...
Detenido, responde sin atenuaciones el noblote aragonés a los milicianos que le preguntan sobre su identidad:
- Soy el Hermano sastre de la Comunidad de los Misioneros de Vic. Me he refugiado aquí por no tener familia.
- ¿No conoce a nadie en Vic?
- Sí, al Alcalde.
- Pues, venga a declarar ante él.
Se despide de sus bienhechores con toda serenidad:
- ¡Hasta luego, y, si no nos vemos más, hasta el Cielo!
Era el 22 de Febrero, el día en que cumplía sus setenta y siete años.
¿Lo demás?... Lo de todos. Unas declaraciones ante la Conserjería de Defensa de Vic, y un apare­cer después su cadáver tendido en la carretera...
La Casa-Madre de la Congregación Claretiana añadirá a sus glorias la de ser también cuna de már­tires valien­tes...
 

 
TARRAGONA
La Comunidad Claretiana de TARRAGONA, la bella ciudad mediterránea, igual que su vecina de Selva del Camp, van a contar también con nueve mártires distinguidos. Tarragona encerraba una pe­queña Comunidad instalada en una casa muy modesta, y sus moradores, fuera de alguno que otro, se habían dedi­cado como ministerio propio a la cátedra en el Seminario y en la Universidad Pontificia, en los que gozaron siempre de gran aprecio como profesores distinguidos.
SELVA DEL CAMP, cuya iglesia y casa van a quedar desde el principio destruidas por el incendio, era Casa Misión, y también un poco casa de retiro para ancianos y enfermos, que allí se sentían tan a gusto. Por ser de las primeras de la Congregación, tenía una brillante historia ministerial. Pero, sobre todo, era muy querida entre nosotros porque en ella derramó su sangre en 1868 nuestro protomártir el Padre Francisco Crusats, que hizo exclamar con envidia a San Anto­nio María Claret, cuando supo la no­ticia de su muerte glo­riosa: -¡Ah, ya sabía yo que ése se me adelan­ta­ría!...
Por lo de siempre, por falta de testigos válidos, no todos los mártires tarraconenses están incluidos en la lista de los beatificables, únicos que entran en nuestra rela­ción. La causa de estos mártires la ha asumido el Arzobispado de Tarragona, que ha incluido en un mismo Proceso a todos sus Sacerdo­tes, en­cabezados por el Obispo Auxiliar Monseñor Manuel Borrás, junto con los Religiosos que traba­jaban y murieron en la Arquidiócesis: un lucido martirologio de 147 testigos de la Fe y mi­nistros de Jesucristo en el pastoreo del Pueblo de Dios...
 
La primera víctima va a ser el Hermano Antonio Capdevila, que, en la plenitud de sus cuarenta años, atendía con gran solicitud como sastre a la Comunidad y va a morir con una serenidad admira­ble. Al arrancar la revolución, su primera preocupación fue llevar al ancianito y enfermo Hermano Ramón Gar­cés al Asilo de las Hermanitas en Reus. De allí, el día 24 de Julio, se trasladaba en tren hasta Borges Blanques para recorrer a pie los 14 kilómetros que lo separaban de Mollerusa, próxima a Lé­rida, donde vivía su familia. El tren se para más de lo debido en Vimbodí para hacer el cambio de má­quina, y Antonio que se baja del vagón para pasearse por el andén... ¡En qué tontería que se fijaron algunos maliciosos! Allí mismo lo detienen, lo llevan al Comité del pueblo, y del Comité a la carretera para fusilarlo. Antes, les pide a sus asesinos:
- ¿Me permitís prepararme por unos momentos?
Concedida la petición, se descubre con toda calma la cabeza, se pone a rezar tranquilamente, y, acabada su oración fervorosa, él mismo les invita a los asesinos a que hagan lo que quieran. Pero re­cibe la descarga con la consabida aclamación:
- ¡Viva Cristo Rey!
Las gentes sencillas del pueblo lo tuvieron inmediatamente por un santo y empezaron a hacerse con piedrecillas salpicadas con la sangre del mártir... Empezaba la glorificación de Dios.
 
A los pocos días, el 29 concretamente, le seguía el Padre Jaume Mir. Alto, delgado, escuálido, se­rio, siempre inclinado so­bre el texto de Filosofía, era la encarnación de la Metafísica que enseñaba con singular competencia. Desde 1932 regentaba en la Universidad Pontificia la cátedra de cuestiones di­fíciles o Tesis del Doctorado. Su vida de asceta, siempre silencioso y reflexivo, era la conjuga­ción per­fecta de “oración, estudio, docencia”, una trilogía que lo definía a perfección... La revolu­ción le sor­prendió dirigiendo los Ejercicios Espirituales a las Hermanas Carmelitas de la Caridad en Esplugas de Francolí. Sin saber por qué, el caso es que tocó varias veces con fervor inusitado el tema de los márti­res, que llenaban de gloria a la Iglesia. Disuelta la Comunidad de las Religiosas el 21 de Julio, se re­fugió con ellas en la casa del Capellán donde continuaron sus Ejercicios Espirituales.
Su martirio parece que lleva la impronta de una vil traición. Quiere trasladarse a Tarragona y ob­tiene del Comité el pase correspondiente. Se lo dan, y los mismos que se lo han entregado se lo re­claman al día siguiente. Pide otro, y le dicen que no lo necesitará, pues ellos mismos le van a acom­pa­ñar al Comité de Montblanc. En la casa se despide cordial y sereno:
- ¡Adiós! No hay nada que hacer. Si no nos vemos en la vida, ¡hasta el Cielo!
- ¡Padre, bendíganos! Así tendremos el consuelo de haber recibido la bendición de un mártir.
Se lo llevaron en coche hacia Montblanc para ponerlo en en tren. El caso es que ese mismo día 29 por la tarde entraba su cadáver en el cementerio de Tarragona...
 
El Hermano Sebastián Balsells fue a refugiarse durante la revolución en su casa natal del pue­blecito de Fullola, en la provincia de Lérida. Aquí estaba también refugiada su hermana religiosa Sil­veria, que le pregunta un día curiosa:
- ¿Cuántos rosarios llevas rezados hoy a la Virgen?
- Ya van diecinueve.
Y no era más que el mediodía... Y es que, efectivamente, el rosario y el Oficio Parvo de la Virgen no se le caían de las manos al bendito Hermano, humilde, inocente, fervoroso, que había gastado su vida religiosa en la enseñanza dentro de nuestros colegios. Ahora, sin niños a quienes impartir clases, consumía todo el tiempo en conversación con su Dios y con la Virgen querida. El día 15 de Agosto, fiesta de la Asunción, los dos hermanos religiosos, Sebastián y Silveria, desarrollaron una escena so­brenaturalmente idílica y que parece arrancada de los recuerdos de Benito y Escolástica. Era ya de noche, y después de la cena se entretienen las dos almas gemelas hablando de Dios, del Cielo, de la di­cha de morir mártires por Jesucristo. Hablando, hablando, así se les pasa el tiempo... A las tres horas de haberse extinguido ese coloquio celestial, ocho esbirros llaman con furia a la puerta reclamando a Se­bastián, al que cargan en un auto para llevarlo al Comité de Tárrega ―¡para creérselo, a aquellas horas de la noche!―, y echan a correr carretera adelante. En medio del silencio, el Hermano inicia un diá­logo de suma nitidez en pregunta y respuesta:
- Vosotros me lleváis a matar, ¿verdad?
- ¡Sí!
Ante semejante claridad por ambas partes, la víctima saca del bolsillo con tranquilidad el rosario, y empieza a desgranar las cuentas mientras sus labios no dejan de musitar una y otra vez; Ruega por no­sotros... en la hora de nuestra muerte.
Una vez bajados todos del coche, los milicianos atan al Hermano ―igual que la iconografía nos ha presentado a su patrón San Sebastián, el militar romano― y le disparan ocho tiros en medio de la no­che callada. Desde muy cerca, un guardabosques ha contemplado la escena. Los dedos del cadáver si­guen apretando el rosario bendito. Todo quedará después convertido en cenizas, cuando los asesinos vuelvan a prender fuego a las brazadas de hierba seca y leña que han amontonado sobre los restos del mártir.
 
Disuelta la Comunidad de Selva del Camp, y dispersos todos los individuos en busca de refu­gio, no les costó gran cosa el encontrarlo a los veteranos Hermanos Andrés Felíu y Pablo Castellà, pues ambos eran hijos de Selva del Camp y se dirigieron a sus propias familias. Aquellos dos vene­rables ancianos eran un verdadero tesoro y la Providencia de Dios, que había unido maravillosamente sus vi­das, no quiso separarlos a la hora de una muerte gloriosa. Hijos los dos del mismo pueblo, los dos compartieron la misma vida religiosa en la Congregación claretiana; los dos gastaron sus mejores años en la dura Misión de Guinea Ecuatorial; juntos pasaban en paz su vejez en la misma Comunidad con edificación de todos, y juntos irían al encuentro del Señor que les brindaba la palma y la corona... Tres meses en sus respectivas familias. Hasta que los del Comité de Reus quisieron amargar la vida a los moradores de la pacífica Selva del Camp y formaron la lista de los que debían ser fusilados. Uno más sensato, y vecino de Selva del Camp, intervino para hacerles cambiar de propósito:
- ¿Por qué no os contentáis con los Religiosos?
Y los dos únicos Religiosos que quedaban eran los Hermanos Felíu y Castellà. Apresados sin más dificultad el 26 de Octubre, ambos eran llevados a La Riera de la Cuadra, término municipal de Reus, y fusilados allí. Pero el Hermano Castellà, con dificultades para mover sus piernas, tarda en salir del auto, del que lo arrojan con un empujón y da con su bastón de bruces en tierra.
- ¡Aquí mismo!...
Así, tendido en el suelo, le descerrajaron todos los tiros por la espalda.
Los dos meritísimos Misioneros habían muerto por esta sola causa: ¡eran religiosos!
 
En la cárcel del barco. Se hizo famosa en Cataluña la cárcel flotante que se instaló en el barco de carga Cabo Cullera, trasladada muy pronto a otro barco más capaz, el Río Segre, también carguero de 5.000 toneladas. An­clado en el puerto de Tarragona, pasarán muchos presos por las cárceles que encierran sus bodegas asfixiantes y de las cuales salieron la mayoría para ser fusilados en los cemen­terios de las ciudades vecinas. Consta, por ejemplo, que de los 300 presos, poco más o menos, que en estos primeros días se amotinan en sus sollados, 218 irán saliendo en unas siete semanas para ir a la muerte.
No se necesita mucha imaginación para suponer lo que era la vida en aquella cárcel flotante. Ais­lamiento total de parientes y amigos, calor a veces insoportable en un verano tan caluroso, monotonía inaguantable... Pero, por otra parte, también distracciones que en otras cárceles hubieran sido un lujo insospechado. Había entre los presos muchos Sacerdotes y Religiosos, y los seglares eran católicos distinguidos. que se entretenían a su modo sobre cubierta, a pesar de la vigilancia estrecha de los mi­licianos rojos, que no aguantaban ver un ro­sario ―¡hecho con nudos en una cuerda!― ni toleraban ver unos labios que se abrieran para rezar... La orden era severa:
- ¡Ni labios, ni dedos, ni nudos!...
Los presos se reunían a veces en grupitos para relajarse un poco cantando, y los más serios, como nuestro Padre Vila, aprovechaban el tiempo para tener conferencias de Moral u otras ciencias ecle­siásticas (!)...
Serán diez los Claretianos que se irán sucediendo en esta cárcel tan poco apetecible, aunque sola­mente dos de ellos saldrán para la muerte: el Hermano Antonio Vilamassana y el padre Federico Vila.
El Hermano Antonio Vilamassana era toda una estampa de misionero. Sus setenta y seis años no habían logrado arrebatarle su constitución vigorosa ni sus energías para el trabajo. La impresionante barba de sus fotografías nos trae sin más a la mente los años pasados heroicamente en las Misiones de Guinea Ecuatorial. Su vida de santo y de apóstol va a tener digno coronamiento con el laurel del martirio. El día 25 de Agosto fue especialmente terrible en el barco. Sesenta de los presos salían en cuatro expediciones hacia la muerte: la primera por la mañana, la segunda al mediodía, la tercera por la tarde, y la cuarta por la noche. En la tercera iban todos los Párrocos de la Ciudad y otros Sacerdotes y Religiosos ancianos, entre los cuales figuraba nuestro Hermano Antonio. Al ser llamado, se confesó, recogió algunas prendas personales y de aseo, por si era verdad que los trasladaban a Barcelona al barco Uruguay, se despidió afectuosamente de sus hermanos de Comunidad, y salió tranquilo con la expedición, que no fue al Uruguay, sino hacia el cementerio de Valls... Cargadas las veinticuatro víc­timas en el camión, al llegar a esta ciudad cantaron por la carretera que la atraviesa el Crec en un Déu ―el Credo catalán tan clásico e inimitable― y otros himnos religiosos, que arrancaron a una viejecita este comentario que vale por el más brillante sermón panegírico:
- ¡Qué cánticos más bonitos aquellos! No eran de esos de juerga, sino muy bonitos, y daba gusto de escucharlos.
Fusilados a unos tres kilómetros de la ciudad, no se les dio el tiro de gracia y quedaron muchos con vida. Al cabo de dos horas los milicianos obligaron a los enterradores de Valls a sepultarlos, cosa que hi­cieron con indecible repugnancia y dolor, como cuenta uno de ellos:
- Yo estaba sobre la plataforma del camión para colocar en ella a los fusilados; y al cogerlos de manos del compañero, notaba cómo algunos estaban aún calientes y con vida. Las amenazas de los miembros del Comité allí presentes, obligaron a ejecutar las órdenes recibidas. Al llegar al cemente­rio ya todos habían muerto.
Duro, pero así eran las cosas aquellos días...
El Padre Federico Vila fue una figura señera en nuestra Provincia de Cataluña. Notable profesor, escritor, paciente investigador y recopilador de los recuerdos claretianos y congregacionistas... Pero, sobre todo, era un alma de sensibilidad exquisita y de una bondad cautivadora. Refugiado en el piso de las buenas hermanas Muntés, el día 24 de Julio sufrían un registro sin especiales consecuencias. Sólo que al partir los milicianos, y ya en la escalera, aquel hombre que podía pasar por el dueño de la casa se ol­vida del consabido ¡Salud!, como exigían las circunstancias, y les lanza el normal ¡Adiós!... En este detalle estuvo todo. Lo detienen, se lo llevan consigo a la Comisaría, y de allí, convicto de sa­cerdote y religioso, lo encierran en el Cabo Cullera, y del Cullera, dos días más tarde, al Río Segre. Lleva un diario con esa meticulosidad tan suya, y por sus líneas escuetas se adivina todo el dolor y la angustia que se apodera de él a veces. Pero también la paz de su alma y el consuelo que le proporciona el trato de sus hermanos de Congregación.
Aconsejado por el Comandante, el Padre Vila hizo una solicitud de libertad. Y la consiguió, bien agenciada por Durán, el Archivero de Cataluña. Solamente que cuando el día 11 de Noviembre le traían la soñada orden de liberación, ya era tarde... Los asesinos de la F.A.I. se habían adelantado. Con un lista larga se presentaron aquella noche en el sollado de proa. Leían nombres, y nadie res­pondía, porque estaban equivocados. No importaba. Formaron la expedición de una manera más simple. A gritos y puntapiés los iban levantando de sus camastros o jergones:
- Tú, ¿qué eres?
- Sacerdote.
- ¡Pues, arriba!
- ¿Y tú?
- Religioso.
- ¡Arriba también!...
Veinticuatro en total: ocho Sacerdotes, ocho seglares y ocho Hermanos de La Salle. Y no fueron más porque otro de los Hermanos, al ver la enorme cofusión que se creó, y dada la poca luz que los alumbraba, se deslizó por la escalerilla lateral y se fue al otro sollado para avi­sar a los demás:
- ¡Que nos matan! ¡Hoy nos vienen a buscar a todos!
Y así fue. Porque al poco rato volvía la F.A.I. con nueva lista, empezó a leer nombres y el primero que pronunció fue el de un Cura Párroco:
- Enrique Rosanes.
- ¡No voy!
La feliz ocurrencia del Cura produjo un efecto sicológico fulminante. Los milicianos, furiosos, iban llamando a todos, y todos los presos, en imponente desafío, respondían por igual: ¡No voy!... Emplazan la ametralladora en aquella semioscuridad, y, ¡ni por esas!, que los llamados no se levan­tan... Total, que esperaron el amanecer. Pero al amanecer no volvieron los asaltantes. La valentía de un Cura había evitado una auténtica hecatombe...
Los primeros veinticuatro, entre ellos nuestro Padre Federico Vila, fueron aquella noche los únicos en ser llevados al cementerio de Torredembarra para ser allí asesina­dos. En el puente del barco empe­zaron a rezar todos juntos un salmo ―dice el testigo que le pareció ser el Misesere―, y ya en fila de­lante de la tapia del cementerio, todos exhalaron su último aliento con un triunfal ¡Viva Cristo Rey!...
 

CASTRO URDIALES
Vamos a dar un salto ahora desde las costas mediterráneas a las norteñas del Cantábrico. En la ciudad de Castro Urdiales, Santander, tenía la Provincia Claretiana de Castilla un Colegio que regentaba con amor, y otra Comunidad en San Vicente de la Barquera. Juntas, darán a la Iglesia nueve mártires, entre los 175 Sa­cerdotes, Religiosos y Religiosas de toda la diócesis santanderina. Aunque, por la razón de siempre  ―falta de testigos aptos para el proceso― solamente tres ocuparán nuestra atención.
 
El Colegio Barquín del Corazón de María en Castro Urdiales daba muy poco miedo. La ciudad era un encanto por su religiosidad. Pero estaban cerca los mineros de varias poblaciones, que al llegar la República en 1931 no tenían ni un solo adepto al partido comunista, y a las pocas semanas llenaban listas y listas los afiliados a las organizaciones más radicales. Estallada la Revolución el 18 de Julio del 36, el Alcalde aconsejaba a los milicianos que respetasen las personas y éstas, efectivamente, siguieron en el Colegio e Iglesia hasta el 18 de Agosto, aunque los Padres que se quedaron hubieron de com­partir el edificio con unos trescientos milicianos. Obligados en este día a desalojarlo del todo, tuvie­ron que marchar definitivamente. A partir de ahora, vendrá la destrucción vandálica de cuanto signifi­que Dios e Iglesia.
 
Una Comunidad en toda regla. Todos los Padres y Hermanos del Colegio se han desparramado para salvar sus vidas. Pero allí quedan tres: los Padres Joaquín Gelada, Isaac Carrascal y el Her­mano Félix Barrio. Obligados a salir definitivamente del Colegio, se acogen al Asilo del Sagrado Co­razón, regentado por las Religiosas Siervas de Jesús, del que los Padres eran capellanes, y situado en las afueras de la ciudad. Vivían en el Asilo y se educaban en él más de cien niñas de familias obreras. El estudio, la piedad, la alegría, el bullicio más encantador tenían allí su asiento y aseguraban una es­tancia feliz.
Los Padres se instalaron en la caseta que el guardián y hortelano tenía en el jardín. Y allí llevaban una vida tan de convento, que no faltó nunca ni un solo acto de piedad reglamentario, se guardaba el silencio con todo rigor menos en las horas habituales de recreo, no se omitió ninguna de las devocio­nes tradicionales, se practicaron los Ejercicios Espirituales de Regla... Tan bien discurría todo, que el buen Padre Gelada, lejos de los cuidados de la rectoría del Colegio, exclamaba entusiasmado:
- ¡Esto sí que es vivir vida de religioso!... Parece que estemos en la Tebaida.
 Sin embargo, uno se pregunta: ¿por qué se quedaron allí los tres Misioneros, si era quedarse entre las fauces de la fiera? Primero, por un sentimiento de fraternidad. Los tres compartirían la misma suerte. Y también, por un fuerte sentido de responsabilidad, dado que las Religiosas y las educandas seguían allí, y el Padre Carrascal, que tenía el cargo de Capellán, no quiso dejarlas sin los auxilios es­pirituales, y menos en aquellas circunstancias. Pero, habría que tener en cuenta la palabra de un mili­ciano, que, pistolón en mano, advertía a las religiosas:
- Hasta ahora los de derecha eran quienes mandaban; ahora nos toca a nosotros.
Aunque, por otra parte, se merecían las Hermanas el mayor respeto de la gente, pues como la ma­yoría de las niñas eran hijas de los obreros dueños de la situación, no era de extrañar si les dejaban hasta ser las primeras cuando dos de las niñas mayorcitas iban en nombre de las Hermanas a pro­veerse de alimentos:
- Dejadlas pasar, que son del Asilo, y allí hay muchas niñas de los nuestros.
¿Estaban con esto seguros los Misioneros, al amparo de las Hermanas y educandas a las que servían tan esmeradamente en su espíritu?...
Pronto se iba a acabar aquella luna de miel entre las Hermanas y educandas con la revolución. Al cabo de dos meses, el 23 de Septiembre, y por una visita de un jefe rojo que acompañaba a una anti­gua alumna y sus familiares al Asilo, se vislumbró la realidad a que estaban todos expuestos. Furi­bundo, estalló el visitante:
- ¿Monjas con hábitos todavía? Nosotros no tenemos ni una religiosa en los conventos, y a las ni­ñas que estaban en los colegios las hemos mandado a sus casas.
Ante el peligro, alguna Hermana reunió a las niñas y las mandó a jugar en el patio; fue a la capilla, en la que se encontraban los Padres, y les mandó que se marcharan a la hospedería; echó cerrojos a la puerta del coro y apagó velas y la lámpara del Santísimo. Las niñas, por el peligro que representaban sus familiares izquierdistas que las visitaban, ya no vieron más el Santísimo ni tuvieron más Misas, sino que iban al oratorio como a un salón. La Capilla con el Santísimo la instalaron las Hermanas en una sala de labores, y todo el culto se desarrolló en adelante con la mayor reserva. 
Los Misioneros, que antes recibían algunas visitas, ahora extremaron sus cuidados. Aunque una vez vinieron a buscar a un Padre para administrar los auxilios espirituales a un enfermo grave, y contestó decidido el Padre Gelada:
- ¡Ah, para eso sí! Dígales que voy inmediatamente.
Lo que tenía que venir... Los tres del Asilo se iban enterando de la suerte de sus Hermanos de las dos Comunidades, Castro Urdiales y San Vicente de la Barquera. Varios habían sido ya fusilados. No tardaría mucho en tocarles a ellos. Y así ocurrió a media mañana del 13 de Octubre. Todo un tropel de milicianos y milicianas, armados hasta de ametralladora, irrumpen en el Asilo y ordenan la entrega de los tres: Gelada, Carrascal y Barrio. Así, con sus nombres bien especificados. La Superiora quiere despistar:
- Aquí en el Asilo no están.
Era verdad, porque estaban en la casa del guardián. Pero, de nada valió la estratagema. Para cuando los asaltantes descienden hacia la huerta y jardín, ya están oyendo la voz de un miliciano que proclama a gritos:
- ¡Ya están, ya están!
Era verdad. Al ver el Padre Gelada que era inútil toda intentona de huida, abre la puerta de la casa, y saluda con naturalidad:
- Buenos días, señores. ¡Y calma, calma, no hay que apurarse! Vamos.
- ¡Ah, pájaros! Ya os hemos cogido.
Los tres están de pie ante la turba, y obligados a tener los brazos en alto. La despedida entre las Hermanas y el Padre Gelada, a quien los milicianos permiten subir al Asilo, es de emoción intensa. Arrodilladas todas, le piden:
- ¡Padre, denos la bendición!
A pie, y entre tanta gente que vocifera, son los tres Misioneros conducidos al convento de las Clari­sas, convertido en cárcel. Y, quién lo diría, los tres van por las calles platicando amigablemente con sus captores...
En la cárcel, donde no les han dado ni agua, mandan por la tarde al Padre Carrascal al Asilo, acompañado de un miliciano, con un encargo preciso para las Hermanas:
- Me dicen que si pueden ofrecerme tres meriendas, y tres mantas también para abrigarnos. Ade­más, si me pueden prestar 450 pesetas para comprarnos la comida en la cantina de la cárcel de Santander adonde nos van a llevar.
- ¡Padre, todo lo que necesite!, le contestan llorando a su querido y santo Capellán, el cual les res­ponde:
- ¡Mira que pagarles a ustedes con esto, después de lo que han hecho con nosotros! Pidan a Dios que, si nos han de matar, muramos como mártires. Díganles también a las niñas que hagan esta misma súplica. Desde el Cielo les pagaremos lo mucho que han hecho por nosotros.
 Tres mantas..., 450 pesetas..., esto es saber robar con elegancia. Porque aquella misma noche son los tres Misioneros trasladados a nuestro Colegio donde ya les esperaba el auto que los había de con­ducir desde Castro Urdiales hasta la Cuesta de Jesús del Monte. En el trayecto uno de los milicianos se entretiene en golpear bárbaramente a uno de los Padres ―¿cuál?―, que responde con mansedumbre:
- Podéis matarme, pero yo no puedo renegar de mi Religión.
Llovía. El chófer, católico convencido, pero obligado a llevar el vehículo, se tiene que detener en un paraje donde los tres milicianos bajan a sus víctimas y mandan al chófer que siga adelante y re­grese pronto. Al volver, oye unos disparos. Piensa que han matado a los Padres, pero los milicianos no han hecho más que canjear a los presos. Los matarán unos desconocidos cerca de Torrelavega.
Durante un nuevo registro en el Asilo, una Hermana preguntó a un miliciano por los tres Misione­ros.
- ¿Aquellos tres?... ¡Esos ya están en el Cielo!
El criminal lo diría de burla. Pero nosotros sabemos que sí, que están muy bien en el Cielo...
 
 

VALENCIA
En Valencia ―es ocioso decirlo―  se cebó la revolución con saña furibunda en todo lo que se refería a Dios. Sus numerosos mártires entre Sacerdotes, Religiosos y fervientes católicos seglares parecen un re­toño de San Vicente, el Diácono mártir de las persecuciones romanas, que ha llenado siempre de per­fume y de vigor la piedad y entereza de la Iglesia levantina. Los cuatro Padres Claretianos que allí die­ron su vida por Cristo ce­rrarán bellamente tanta escena martirial como han admirado nuestros ojos cris­tianos...
 
 En Valencia Dejemos a nuestra Hermana, gloria de la Familia Claretiana, y pasemos a la Comunidad de los Misioneros, que era en Valencia de muy reciente fundación. Hacía sólo un año que funcionaba en un piso cerca de la iglesia de San Vicente Mártir, de la cual cuidaban nuestros Padres con edificante celo sacerdotal. Aparte del Hermano Félix Aguado, que salvará milagrosamente su vida, y del Her­mano Santiago Vélez, apresado en Barcelona y fusilado cuando había llegado para refugiarse en casa de un hermano suyo, los cuatro Sacerdotes que allí quedan son los Padre Marceliano Alonso, José Ignacio Gordon, Tomás Galipienzo y Luis Francés. Los cuatro van a ser coronados con el martirio.
 Como el apartamento del 2º piso en que vivía la Comunidad era tan corriente y sin la más mínima apariencia de convento, sus moradores no se preocuparon mucho por huir apenas estallada la revolu­ción el 18 de Julio, a pesar de lo que sus ojos contemplaban. El día 20 fue el Padre Alonso a celebrar Misa en El Grao y, nada más acabada la precipitada celebración, ya ardía la iglesia parroquial por los cuatro costados, rociada de gasolina por las turbas...
 
El Padre Francés, joven de veintiséis años, acepta la invitación que les hace el Párroco Don Al­fonso Roig y se decide a marchar el día 27 al pueblecito de Serra. Aparentemente, no ha podido es­coger mejor. Lejos de la capital, sin ferrocarril, con sencillas gentes huertanas, la vida se asemejaba mucho a la de las églogas de Virgilio... Además, y para colmo de dichas, allí estaba de veraneo una colonia de niños de El Grao, y el Padre Francés, que pasaba como su maestro, se veía protegido por la inocencia infantil. Al lado, una casa muy cristiana que le hospeda con amor, y en ella, la encantadora viejecita Doña Isabel, con la cual se rezaba diariamente los quince misterios del Rosario y otras devo­ciones, paseaba y tenían conversaciones casi celestiales... Todo estupendo. Hasta que los milicianos de la capital se presentan el 20 de Agosto en busca de Don Alfonso, el Párrroco de El Grao que se había marchado a Barcelona, y dan con el Padre Francés. Se lo llevan preso, junto con el buen muchacho José Alemany, que le hacía de monaguillo todos los días en la Misa. La viejecita Isabel intuía más que el joven sacerdote, al que le decía muchas veces cuando lo oía cantar con entusiasmo:
- Más bajito. Vaya con cuidado, que nos pueden oir.
A lo que el Padre contestaba tranquilo:
- No hay que preocuparse tanto. Dios está sobre todo. Y en último caso, también Jesús murió por nosotros.
Sólo unas horas duró la prisión del sacerdote y del monaguillo en el monasterio de la antigua Cartuja Porta Caeli. El día 21 eran ambos fusilados en Olocau. El Padre impartió un generoso per­dón a los ase­sinos y acabó su vida joven con un vibrante y fervoroso ¡Viva Cristo Rey! en sus labios...
 
La suerte de los otros tres Padres estaba echada desde un principio. El 10 de Agosto, fue el úl­timo día que pasaron en el piso. La última Misa en esa fiesta del gran mártir San Lorenzo debió ser bien especial, y lo adivinamos aunque nadie nos lo haya dicho... Los Padres Gordon y Alonso mar­charon a una pensión de confianza, y de allí a las oficinas centrales de La Electra para ponerse en contacto con el gran amigo Don Paco Comas en busca de orientación segura. El porte de los dos visi­tantes llamó la atención de algún oficinista, que agarró el teléfono y se puso en contacto con el Co­mité Socialista que se había instalado en el convento de los Padres Dominicos. A los pocos minutos llegaba un pelotón de milicianos que se los llevaba detenidos junto con Don Paco. Al entrar en la sala de declaraciones, a uno del comité se le escapó la expresión:
- Parecen buenos.
A lo que responde irónico y preocupado el amigo Paco:
- Entonces, si son buenos, ¿por qué los queréis matar?...
Al conocer el domicilio por la documentación de los Padres, el Comité envía otro pelotón al piso y encuentran allí al Padre Galipienzo, ignorante de lo que pasaba a sus dos compañeros. Total, que aquel día estaban los tres en la cárcel. Y los tres, separadamente cada uno, hubieron de declarar el día 12 ante el tribunal, del cual salieron con la convicción de que iban seguros a la muerte. El interroga­torio del Padre Gordon fue especial. Había sido el Superior de la Casa Colegio de Játiva, que hubo de disol­verse violentamente el 24 de Marzo, y fue cuando el Padre se integró a la Comunidad de Valen­cia.
El Padre Gordon, a sus treinta y tres años, era de una personalidad relevante. Desde su alta y es­belta figura hasta el último de sus modales revelaba a todos la distinción de su linaje. Descendiente por linea paterna de una familia escocesa, que por católica padeció mucho bajo el Rey Jacobo, emi­grada a España y establecida en Jerez de la Frontera, había enlazado por linea materna con los Mar­queses de Irún.
Al estudiar en la Universidad de Madrid se da cuenta del peligro que corre con las clases de Bes­teiro, eminente profesor socialista, con el que se enfrenta al negar éste la existencia de Dios. Los con­discípulos aplauden al compañero valiente, pero él pide el ingreso en la Congregación, con la súplica: Quiero que me pongan en situación de ejercer el ministerio en las casas lejanas a mi familia. Renun­cio totalmente a las cosas de la tierra. Para títulos ya tengo los de casa, a los cuales renuncio tam­bién.
 Religioso, es un modelo en todo: desprendimiento, humildad, abnegación. Y de una bondad y elegancia exquisitas. Siendo Estudiante de Teología, en la visita que el Rey Alfonso XIII hizo a la ex Universidad de Cervera encomendaron al Estudiante de Teología José Ignacio el discurso de bienve­nida. Agradó mucho al Monarca, que lo llamó, le preguntó quién era, y al saber su nombre y apelli­dos, le dijo:
- ¿Y qué haces tú aquí?
- Sí, Majestad. Aprecio más mi sotana y mi vocación que todos los títulos de nobleza que tengo por mi origen.  
    Ahora se las ve ante el tribunal que le juzga por su ac­tuación como responsable del Colegio de Játiva. La discusión, oída desde fuera, fue por lo visto algo violenta cuando le preguntaron:
- ¿Y los sótanos que había en el Colegio para atormentar a los niños?
Un fuerte manozato en la mesa, y una protesta enérgica:
- ¡Mentira! Es una infame calumnia que ustedes pueden comprobar cuando quieran.
Total, que aquella misma noche, sin que hubieran los jueces pronunciado sentencia alguna ante los acusados, los tres Padres Alonso, Gordon y Galipienzo recibieron la orden de salir y de tomar asiento en el coche. Lo hicieron con la máxima naturalidad. Era la misma hora en que veinte jóvenes clare­tianos en Barbastro y Fernando Saperas en Tárrega llenaban de gloria a la Congregación y a la Igle­sia... El coche bordea las márgenes del Turia y llega hasta el término municipal de Alboraya. Ha­cen bajar a los tres Padres, que, al verse fuera del auto, se dan un fuerte abrazo ante sus asesinos, los cuales echan mano a las pistolas y les mandan colocarse en el puesto elegido para el fusilamiento. Delante, tienen la espléndida y perfumada llanura de la huerta valenciana, que se extiende hasta el mar. Los tres mártires de Cristo se desahogan con la Virgen elevando al Cielo la jaculatoria de la Congre­gación: ¡Oh dulce Corazón de María, sed la salvación mía! El Padre Gordon dirige a los verdugos solamente estas palabras:
- Os perdonamos de corazón.
Mientras los milicianos preparan las armas, cada uno de los mártires ―contará después el testigo de mayor excepción― va repitiendo con toda el alma su propia jaculatoria. El Padre Alonso: ¡Oh dulce Madre mía, ten compasión de mí! El Padre Gordon: Jesús mío, en tus manos encomiendo mi espíritu. El Padre Galipienzo, la popular Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía. Los focos del auto los iluminan y los milicianos preparan, miden, apuntan y ordenan:
- ¡Anden!
Se apagan los reflectores del coche, y disparan. El Padre Alonso cae muerto en el acto. El Padre Gordon sigue vivo y va suspirando por mucho rato: ¡Ay!... ¡Madre mía!... Al cabo de media hora de agonía, se le acerca uno, y diciendo: Aún vive éste, le dispara el tiro de gracia.
- ¿Y dónde está el que falta?...
Sorpresa grande. Buscan, rebuscan... Todo en vano. El Padre Galipienzo se ha adelantado unas fracciones de segundo a las balas y se ha tirado a tierra. Arrastrándose milímetro a milímetro, sin hacer el menor ruido y conteniendo hasta la respiración, se va alejando lo suficiente por entre la hierba, avanza hasta unas cañas, se interna en un maizal, salta una pequeña acequia, escala un ribazo y, a unos cincuenta metros ya de los asesinos y lejos de la luz de los reflectores, se siente seguro. La búsqueda de los asesinos, que inician inmediatamente su faena, resulta inútil. Al fin apagan los focos y se ponen a auscultar por si sienten al menos un leve ruido que los oriente. Podían haber escuchado un corazón que latía como un tambor; pero, ¡nada!... Y lo tenían a un paso. Se marchan, aunque avisando clara­mente en voz alta:
- Mañana volveremos y te daremos tu merecido...
La noche aquella del Padre Galipienzo no es para ser descrita, como comprenderá el lector.
El Padre, con sed, con fiebre y con un ansia grande, ve cómo a las cuatro de la mañana se acerca un auto con el Juez y el Médico de Alboraya para certificar sobre los cadáveres, levantar acta y man­dar enterrarlos. Entonces él, con la luz del amanecer, embarrado y sin poder aguantarse, empieza su caminata. Saluda en la primera casa que encuentra y pide agua, que se la ofrece el dueño, el cual le dice sin más que es comunista... El Padre tiene bastante con esto, y sigue su camino. Otra casa, y en­cuentra escrito en su portal el saludo clásico español de años idos: Ave María Purísima. ¿A esas ho­ras ya de la revolución sin haber borrado semejante leyenda, con la cual había más que suficiente para ser llevado cualquiera ante los fusiles?... ¡Aquí no me equivoco!, se dijo el Padre. ¡Y claro que no se equivocó! Contó su historia espeluznante, le atendieron con amor, descansó en un pajar como el sitio más seguro, mataron aquellos huertanos generosos una gallina en honor de tal huésped, y éste en­tregó al dueño cuatrocientas pesetas que llevaba consigo y no le habían arrebatado los asesinos, en­cargán­dole que trescientas las emplease en comprar los nichos para sus dos compañeros fusilados.
No podía continuar el Padre en aquella casa tan querida sin peligro propio y de su dueño. Un co­munista lo había delatado y los asesinos de la otra noche, despechados, lo buscaban por aquellos alre­dedores. En consecuencia, decidió regresar a la capital, vestido pintorescamente con los atuendos de pescador valenciano... Pero, a las cuarenta y ocho horas, entraba en el penal de San Miguel de los Re­yes. Llevado al Comité y del Comité al Gobierno Civil a prestar declaración, cuando todos conocían la aventura de la noche del 13, da la casualidad de que allí estaba uno de los asesinos, que exclama con regocijo feroz:
- ¡De ésta sí que no te escapas!
En el penal está también el Padre Modesto Jorcano, venido de Cartagena, a quien el Padre Gali­pienzo le ha contado detalle por detalle su historia increíble. Sabía desde el principio que su sentencia de muerte por el Comité era firme, y así fue en efecto. El 1 de Septiembre se le dio la orden de salir a diligencias, eufemismo con que centenares de sacerdotes, religiosos y católicos distinguidos reci­bían la invitación para salir, montar en el camión e ir a la muerte. Esta vez habían sido llamados diez. El Padre Galipienzo, que ya había ensayado lo que es ser fusilado, caminaba con serenidad total, como nos cuenta el superviviente Padre Jorcano:
- Iba sin flaquezas y con una amorosa docilidad a los designios divinos. Luego, una mirada a tra­vés de las rejas carcelarias fue nuestra última comunicación en este mundo.
El Padre Galipienzo y el sacerdote Don Alfonso Sebastiá, Consiliario de la Acción Católica en la Catedral, iban dando la absolución a todos los compañeros, que murieron ametrallados en el Campo de tiro de Paterna. Uno, que no estaba atado, logró escaparse del tiroteo y ha podido después ser el testigo privilegiado de todo.
Los cadáveres de estos tres Claretianos de Valencia, identificados debidamente, han sido objeto de mucha devoción de los fieles. Sobre todo el Padre Gordon, depositado en la iglesia de Játiva, ha po­dido ver desde el Cielo su sepulcro adornado siempre de flores frescas.
Son también las flores que nosotros entrelazamos, llenos de admiración, entre las muchas coronas y las muchas palmas como lucen en el Cielo tantos gloriosos hermanos nuestros...
Y traemos aquí un recuerdo muy particular. Valencia se vio esclarecida también con otra flor primorosa de la Familia Claretiana, la Madre María Patrocinio Giner, Religiosa de María Inmaculada.
Esta Misionera Claretiana pudo ensayar algo de su martirio ya en 1931, nada más proclamada la República. Expulsadas violentamente las Misioneras de su Colegio de Puerto Sagunto, la Madre esconde consigo el Santísimo Sacramento.
- ¿Qué lleva ahí?, preguntan furiosos los perseguidores. Y ella, con serenidad inalterable:
- Llevo a Jesucristo Nuestro Señor, y moriré mil veces antes que entregarlo.
Sin esperar el estallido de la revolución en Julio de 1936, ya en el mes de Mayo son expulsadas las Claretianas del Colegio de Carcagente. La Superiora se refugia en su propia familia y después en casas más disimuladas de varias exalumnas. Pero al fin, buscada con tesón, cae en manos de los perseguidores. El 13 de Noviembre se encuentra ante los fusiles, y tiene para los milicianos estas palabras amorosas, que nosotros guardamos como un rico testamento:
- Me hacéis un gran bien al quitarme la vida. Ruego por vosotros. Os perdono. Arrepentíos...
Aquel Padre Claret de 1868 se moría de envidia cuando supo la muerte del Padre Francisco Crusats, el protomártir de la Congregación. Como en el Cielo no cabe la envidia, vamos a decir que hoy en la Gloria San Antonio María Claret está orgulloso de verdad. ¡Qué hijos y qué hijas he tenido!, se debe estar diciendo para sus adentros...
    
 
 

APENDICE
El Padre Andrés Solá, Mártir en México
 
¿Por qué traemos aquí su recuerdo? Por dos razones. Primera, por ese ¡Viva Cristo Rey! con que han muerto casi todos nuestros mártires en todos los rincones de España, y sin ponerse de común acuerdo. ¿Tiene alguna explicación?... Y segundo, porque los Beatos Mártires de Barbastro, horas antes de ser fusilados, encargaron a sus compañeros Hall y Parussini: Díganle al Padre Ribera que el Padrenuestro que rezamos en aquel paseo para que llegáramos a ser mártires, ahora va a tener su efecto.
Efectivamente, el Padre Ramón Ribera estaba en Roma como Secretario General de la Congrega­ción y había sido el Maestro de Novicios de los que ahora iban a morir tan gloriosamente. En un pa­seo de aquel 1930, comentaron el martirio que en 1927 había padecido en México el Padre Andrés Solá, también Misionero Claretiano. Entusiasmados, rezaron aquel Padrenuestro tan comprometedor... si Dios lo escuchaba. ¡Y lo escuchó!
¿Y el ¡Viva Cristo Rey! de casi todos los mártires españoles, claretianos y no claretianos? ¿Era ori­ginal? ¿Habían robado a alguno la patente?... Como aquellos tiempos nos suenan ya un poco lejanos a nosotros, conviene recordar que en la persecución desatada por Calles en México durante los años 1926-1927, tan cercana a 1936, se hizo clásico el morir los testigos de la fe con ese grito en sus labios, tan en con­sonancia con el gesto del Papa Pío XI, que en 1925 había instituido la Fiesta de Cristo Rey y procla­mado sus derechos universales e imprescriptibles. Los mártires españoles se apropiaron la misma aclamación triunfal de sus hermanos y precursores los mártires mexicanos.
El Padre ANDRES SOLAva también camino de los altares. Catalán nacido en Berga, Barcelona, se ordena de Sacerdote en 1922 y el 25 de Julio de 1923 se embarcaba en Barcelona rumbo a México. Menos de cuatro años va a durar su vida misionera en la querida hermana República.
Durante la persecución religiosa de México, el Padre Solá ejerce clandestina­mente el mi­nisterio sa­cerdotal en León, Guanajuato. Es descubierto su refugio, y en unión del Sacer­dote dioce­sano José Trinidad Rangel y del Señor Leonardo Pérez, conducido a la presencia del General Daniel Sánchez, que les atribuye neciamente el descarrilamiento del tren del General Amari­llas, ocu­rrido la noche del 23 al 24 de Abril. Los tres son llevados ante el General Amarillas que, sin proceso alguno, ordena sean llevados al lugar del descarrilamiento del tren y fusilados allí. Uno de los tres jóvenes que iba con ellos atestigua que se habían dicho en el tren durante el viaje:
- Si nos van a fusilar, gritaremos ¡Viva Cristo Rey!
Se ejecuta la sen­tencia a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la mañana. El Sacerdote José Tri­nidad y el Señor Leo­nardo mueren en el acto. Huyen los diez verdu­gos y dejan al Padre Andrés mal herido en el ba­rranco, revuelto en el fango producido por el petró­leo del tren descarrilado y en su propia sangre. Tres ho­ras de agonía dolorosísima. Se le acercan los trabajadores de la vía, a los que pide agua, pues se abrasa de sed. Y le encarga a uno:
 - ¿Ves a esos dos muertos que están a mi lado? Uno es sa­cer­dote de Silao, el otro, no. Yo soy sa­cerdote español, de León. Somos dos sacerdotes y mori­mos por Jesús..., morimos por Dios... Estoy muy herido, muero por Jesús.
Se le acercan otros, y les en­carga:
- No se olvide de hacer saber a mi ma­dre, por el medio que pueda, que he muerto; pero dí­gale también que tiene un hijo mártir.
Con un esfuerzo, logra salir del charco de petróleo. Y dice ante los que le rodean:
- ¡Jesús, misericordia! ¡Jesús, perdóname! ¡Jesús, muero por tu causa!... Dios mío, muero por ti. 
 Fueron sus últimas pala­bras. Expiraba a las doce del mediodía del 25 de Abril de 1927. Hoy sus restos descansan en la iglesia de los Claretianos de León, Guanajuato.
Su causa de Beatificación está muy adelantada y es muy posible ―¡Dios lo quiera!― que lo veamos en los altares el día más inesperado.