No puedo sacarme de la cabeza algo que me dijo una vez un antiguo jefe mío, allá por el final de los noventa.
Estábamos en la calle, al lado mismo de la puerta del almacén de la empresa en la que trabajábamos, en una población pueblera situada en el mapa nacional. O sea, en un lugar indefinido, para entendernos.
Disfrutábamos de un merecido descanso tras una larga y trabajosa tarde, principalmente de laboro físico, en pleno y atosigante mes de julio. La excusa era suficiente como irse tomando un pitillito, mientras comentábamos asuntillos del día a día, sobre el curro, los currantes, la evolución del negocio y otras banalidades por el estilo. El ambiente era pesado, de verano en estado puro.
Estando ahí de pie, de repente, por el fondo de la calle, aparecieron las figuras de un hombre de mediana edad y una chica joven, de unos 15 años.
Vimos a ambos acercarse. Con tranquilidad. Mientras exhalaba el humo de aquel mecanismo de polución pulmonar, léase cigarrito, mi jefe me miró, y dedicándome un codacito para llamar mi atención, pasó a rebelarme que aquel tipo que se acercaba era uno de los dueños de un negocio rival sito en el pueblo, y que la chica, era su hija pequeña. Al parecer el hombre y su esposa eran unas máquinas “genera-niñas”. Tenían cuatro. Ningún barón.
Cuando ya estaban suficientemente cerca, les saludamos y fuimos correspondidos. La buena etiqueta en los pueblos exige las buenas formas en todo caso. Siempre.
Me percaté que la Lolita que acompañaba al hombretón, era una auténtica belleza. Una valquiria perdida en el lodazal de un pueblo que yo consideraba maldito por su mezquindad. Joven, jovencísima diría. Pero realmente tocada de la barita de la belleza. El rostro cristalíneo, blanco pálido, los cabellos largos y dorados cubriendo unos hombros despejados por una camiseta de vivos colores, cuyo tejido parecía no querer ocultar la tersa piel que dibujaba los contornos de la muchacha.
Sus ojos azules brillaban más que un mar iluminado por un sol naciente. Y sus carnosos labios virginales, delataban un alma inquieta, llena de deseo y ávida de experiencias aún no vividas.
Un instante de tiempo se congeló, justo a su paso, cuando el aroma de su piel rozó la comisura de nuestros respectivos olfatos. Esa mezcla erótica entre un perfume primaveral muy suave e intenso y el olor de piel inmaculada y limpia, inundaron un espacio abierto que compartíamos en aquel lugar, apostados los dos, mi jefe y yo.
Como dije, ese segundo se resistía a difuminarse en el marasmo del tiempo, y perduró largo en el aire como fijando su esencia, marcando en el recuerdo de los presentes su paso inexorable. El caminar de aquella deliciosa muchacha, se marcaba con el leve taconeo de sus zapatos, que repicaban en la acera.
Seguimos sus talones, que se perdían en dos piernas estilizadas. Sus piernas. Las seguimos con la vista, alejarse, calle abajo.
Resultaba extraña aquella combinación. La bella y la bestia. Porque el hombre, digámoslo de un modo políticamente correcto, era feo. Feo de bigotes. Y sin embargo, alguna extraña pócima secreta debía haberse producido con su señora esposa para engendrar un ser tan bello, su hija, que el tiempo, la buena alimentación y el cuidado de los suyos, la habían transformado en un reclamo para la alteración de las hormonas masculinas.
El cuerpo de la chica era de mujer ya formada. Ni muy delgada, ni mucho menos entrada en carnes. Atlética, y con un precioso busto, firme, que se enlazaba con perfección milimétrica al dibujo de su estómago, presidido por un ombligo a la vista del que tuviera ojos. Su espalda la presidía un turbador cuello que se perdía en su caída, dibujando la forma de una guitarra femenina, que venía a morir en unas nalgas definidas, amplias y acogedoras. Carnales.
Sus piernas eran largas, y el pantalón corto que las cubría, permitía apreciar su estético movimiento, que parecía más bien un desfilar sin pasarela, un cortejar con gracia, con el coqueteo de quien se percibe mirada, y confiada en sí misma, y se recrea en esa sensación turbadora de sentirse deseada.
El contoneo de los glúteos, marcados en los ceñidos pantalones, atrajeron de inmediato nuestras miradas como la miel a las abejas. Disfrutamos en silencio de esos fotogramas encadenados y cuando empezaba a perderse esa encantadora estampa por el adoquín de la calle, exhalamos una nueva calada, nos miramos y mi jefe me susurró en confidencia:
- Nen, no hay sueño más erótico en mi imaginario lascivo, que pensar, que algún día se me presente la oportunidad de irme a la cama con esa muchacha, y mientras me la estoy trincando, pensar que en aquel justo instantes, me estoy follando no sólo a una preciosidad, sino a mi propia competencia.
Sinceramente, mi rostro no expresó el asombro esperable que debiera mostrar un pupilo como yo ante su mentor, sobretodo tras una revelación asombrosa y sexuada como aquella. De todos modos, reconozco que ante la perspectiva de una percepción tan original y diferente de un acto que se llama hacer el amor o practicar sexo, no pude sino sonreirme y saborear con gusto la aguda apreciación vertida.
Y puedo admitir, que ese sueño húmedo y surrealista, lo paladeé con intensidad en la calada que seguidamente procedí a efectuar. La idea denotaba una agudeza imaginativa y una morbosidad que nunca habría atribuido ni sospechado antes de mi propio jefe. Y es que toda persona es un enigma rodeado de una intensa bruma que evita a todas luces ser descifrada. Al menos, eso creo.