Si visitáis un pueblo o ciudad con mar, no dejéis de ir al mercado del pescado. Da igual que sea grande o pequeño; los mercados del pescado son fascinantes. Son maquinarias económicas (la justificación de su existencia, por otra parte), pero también son un espectáculo cambiante y complejo; los reclamos de los comerciantes, los olores, a veces fragantes, a veces violentos, las discusiones de clientes y vendedores, los furtivos, que esperan en un rincón con un cubo de pulpitos para negociar el precio con el pescadero o la pescadera, las pizarras con eslóganes originales que buscan la sonrisa del comprador ( “compre boquerón de confianza; hace tiempo que está con nosotros”), y el pescado. ¡Ay, el pescado! Sus colores, azules, rojos, naranjas, negros, blancos, verdosos, amarillos … El olor de los arenques y el aroma a mar pura de las ostras y los mejillones muy frescos.

El mercado de pescado es el lugar ideal para tomar el pulso de la economía, de la sociedad, de sus vicios y sus virtudes, para curiosear y para escuchar sin que nadie se dé cuenta. Para conversar mientras hacemos cola, para comentar las cosas del mercado. Con respeto, eso sí, que los pescaderos no tienen paciencia con los maleducados.

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